ASOCIACION BIBLICA SAN PABLO

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sábado, 15 de marzo de 2014

II DOMINGO DE CUARESMA

<Los que habían anunciado al Mesías ven su luz;
los que tienen que anunciarlo verán antes su cruz>

Basílica de la Transfiguración- Monte Tabor

La luz del Tabor no es para sentirse cómodamente instalados;
hay que bajar al llano y anunciar la luz desde la Cruz.


Homilía desde la parroquia Santiago Apóstol den Ermua, Diócesis de Bilbao.
Alex Alonso Gilsanz, párroco.

Domingo II de Cuaresma
16 de marzo de 2014



El que quiera llegar a la mejor comprensión posible de Jesús,
debe intentarlo sobre todo en este episodio del Tabor

(E. Drewermann)


Procura que cada celebración eucarística en esta Cuaresma sea para ti
como un Tabor de transfiguración en el que experimentes la gloria del Señor.

El segundo domingo de Cuaresma es casi una antítesis del primero. Donde había duda, aquí hay fe; donde había castigo, aquí hay bendición; donde había desierto, aquí hay montaña; donde había tentación, aquí hay experiencia de Dios, donde había sufrimiento, aquí hay dicha plenificante; donde había pecado, aquí hay gracia y santidad.
El Dios de Abraham -vemos en la primera lectura- es un Dios que se acerca, un Dios que pide y exige, pero sobre todo es un Dios que promete y bendice. No es Dios sedentario, es peregrino; no quiere que nos instalemos, sino que crezcamos, que busquemos, que nos ilusionemos.
Si Abraham tenía que salir de su tierra y su casa, el discípulo de Cristo tiene que ir a predicar el Evangelio. Evangelizar es apasionante, pero puede resultar un trabajo duro y arriesgado. Así lo fue para Pablo y para sus colaboradores, como Timoteo. Si antes las promesas se significaban en la Tierra Prometida, ahora todo se concentra en Jesucristo.
Subir la montaña es un signo de superación personal. Es también un lugar apropiado para orar, como si estuviéramos más cerca del cielo. Pero el Tabor es más, es una gozosa experiencia de Dios, es un anticipo de la gloria de la Pascua. Es, por lo mismo, una razón segura para creer y para esperar.
El pasaje clave en este Evangelio de la Transfiguración son, sin duda, las palabras dirigidas por el Padre a los tres discípulos preferidos de Jesús: "Este es mi Hijo amado: escuchadle".
Las personas parece que ya no tenemos tiempo para escuchar. Nos resulta difícil acercarnos en silencio, con calma y sin prejuicios al corazón del otro para escuchar el mensaje que todo ser humano nos puede comunicar.
En este contexto, tampoco resulta extraño que a los cristianos se nos haya olvidado que ser creyente es vivir escuchando a Jesús. Y, sin embargo, solamente desde esa escucha, cobra su verdadero sentido y originalidad la vida cristiana. Más aún, solo desde la escucha nace la verdadera fe.
Un famoso médico psiquiatra decía en cierta ocasión: "Cuando un enfermo empieza a escucharme o a escuchar de verdad a otros... entonces, está ya curado". Algo semejante se puede decir del creyente. Si comienzas a escuchar de verdad a Dios, estás salvado.
La experiencia de escuchar a Jesús puede ser desconcertante. No es el que nosotros esperábamos o habíamos imaginado. Incluso puede suceder que, en un primer momento, decepcione nuestras pretensiones o expectativas.
Su persona se nos escapa. No encaja en nuestros esquemas normales. Sentimos que nos arranca de nuestras falsas seguridades e intuimos que nos conduce hacia la verdad última de la vida. Una verdad que nos cuesta mucho aceptar.
Pero si la escucha es sincera y paciente, hay algo que se nos va imponiendo. Encontrarse con Jesús es descubrir, por fin, a alguien que dice la verdad. Alguien que sabe por qué vivir y por qué morir. Más aún, alguien que es la Verdad.
Entonces, empieza a iluminarse nuestra vida con una luz nueva. Comenzamos a descubrir con él cuál es la manera más humana de enfrentarse a los problemas de la vida y al misterio de la muerte.
Nos damos cuenta de dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario.
¿Cómo responder hoy a esta invitación dirigida a los discípulos en la montaña de la Transfiguración? "Este es mi Hijo amado. Escuchadle".
Quizá tengamos que empezar por elevar desde el fondo de nuestro corazón esa súplica que repiten los monjes del monte Athos: "Oh Dios, dame un corazón que sepa escuchar".

Tú eres el Hijo.
Tú eres el amado.
De ahí nace tu fuerza, tu coraje, tu alegría.
Quiero estar siempre contigo.
Y, como tú, sentirme hijo-hija amado por el
Dios de la belleza y de la ternura.



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