ASOCIACION BIBLICA SAN PABLO

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sábado, 8 de octubre de 2016

LA MUJER EN EL ANTIGUO Y EN EL NUEVO TESTAMENTO


LA MUJER EN EL ANTIGUO Y EN EL NUEVO TESTAMENTO



Antiguo Testamento

        En el mundo hebreo y, generalmente, en todo el Oriente Medio, la mujer ocupaba una situación completamente subordinada. Las mujeres estaban recluidas prácticamente de la vida religiosa, algo tan importante paran los hebreos. Ni siquiera estaban obligadas a observar todos los mandamientos, pues estaban relegadas en la trilogía “mujeres-esclavos-niños”, que les dispensaba de determinadas oraciones importantes. No podían estudiar la Escritura. Enseñar a sus hijos la Torá (fe) hubiera sido como enseñarles comportamientos lascivos. Se pensaba entonces que las mujeres eran incapaces de recibir una instrucción religiosa.

        En el templo, las mujeres no podían colocarse en el mismo sitio que los hombres. Su patio se encontraba cinco escalones debajo del de los hombres. Y otro tanto sucedía en las sinagogas. Las mujeres estaban separadas por completo, a menudo relegadas a los últimos lugares. Su presencia no contaba, mientras que la de diez hombres bastaba para la celebración del culto. Los hombres, incluso los menores de edad, podían leer la Ley y los profetas. Las mujeres no gozaban de semejantes prerrogativas.



        Se comprende, pues, el desprecio de los rabinos por las mujeres. Un rabino no podía dirigir en público la palabra a una mujer. Se decía en el Talmud que era preciso dar gracias a Dios cada día por tres cosas: “Te doy gracias por no haberme hecho pagano, por no haberme hecho mujer, y por no haberme hecho ignorante”.


Nuevo testamento

        Basta una lectura superficial de los relatos evangélicos para constatar que Jesús se sitúa allende los rigorismos. Aun cuando algunas expresiones concretas parezcan presentarlo como un radical, Jesús ha de ser enjuiciado desde el conjunto de su mensaje. Y esto evidencia que siempre antepuso el amor a la ley. Tal actitud viene vertida en una serie de encuadres donde se clama por la igualdad de todos los seres humanos con la lógica erradicación de parcelismos.

        Jesús en lo que concierne a la mujer, se ahorró discursos y pasó sin más a la acción. Cuando dio comienzo a su actividad pública recorrió gran parte de la región galilea proclamando un anuncio de igualdad, fraternidad y amor. Quien mejor expresa su forma de proceder al respecto, es sin duda al autor del tercer evangelio: “Iba proclamando y anunciando el reino de Dios; le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades; María llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían con sus bienes” (Lc 8, 1-3).


        En realidad, este texto lucano no precisa comentario. En él se indica que Jesús, no solo no evitaba el trato con las mujeres, sino que incluso se dejaba acompañar por ellas en sus correrías apostólicas que, según se infiere del contexto, solían durar varias jornadas. Pues bien, muchas eran las mujeres que compartían de cerca las inquietudes del maestro Jesús. Tal forma de actuar suponía un visceral rechazo del puritanismo rabínico. Por otra parte, se explica que loas líderes de la ortodoxia religiosa repudiaran visceralmente a Jesús. Ningún rabino se había jamás comportado así. Su solo proceder se erigía en una velada denuncia que ellos no podían menos de considerar ofensiva.

Por Francisco Pellicer Valero

sábado, 1 de octubre de 2016

MUJERES DE LA BIBLIA: LA MADRE DE LOS MACABEOS

MUJERES DE LA BIBLIA 18: LA MADRE DE LOS MACABEOS



“Admirable sobre toda consideración y digna de eterna memoria fue aquella madre que viendo morir en un solo día a sus siete hijos, lo soportaba con valor porque tenía su esperanza puesta en el Señor” (2 Mac 7, 20).

         Ninguna frase mejor que esta puede encabezar la vida de esta mujer bíblica, sin nombre y sin más historia conocida por el gesto heroico de ver morir a sus 7 hijos y de morir ella misma entre horrendos tormentos, víctimas todos ellos del odio sectario de Antíoco IV, llamado el Epifanes, octavo rey de la dinastía de los Seléucidas.

         Este rey fue para los judíos un rey impío y cruel y un perseguidor fanático de su religión; quiso reunir a todos sus súbditos bajo un solo idioma, una sola ley y una sola religión, decretando pena de muerte contra quienes se negasen a ello.

         Todo esto provocó la rebelión de los Macabeos. A esta apostasía quería obligar a una mujer viuda que tenía siete hijos. Para intimidarlos y conseguir así más fácilmente que comieran carne de cerdo el rey ordena azotarlos a todos y también a su madre.

         El hijo mayor en nombre de todos declara que están dispuestos a morir antes que quebrantar las leyes de su religión. La actitud valiente del joven enfurece de tal manera al rey que ordena preparen y pongan al rojo vivo sartenes y calderas, que le corten la lengua, le arranquen el cuero cabelludo y le amputen los pies y las manos; cuando todavía vive manda que lo tuesten en la sartén. Aquel espectáculo horripilante sería más que suficiente para doblegar cualquier resistencia humana. Así probablemente pensaba el rey. Pero se equivocaba. Todos juntos en torno a la madre se animan mutuamente con generosidad, recordando aquellas palabras de Moisés: “Dios se apiadará de sus siervos”. En ellas encuentran el valor y la fuerza necesarios para arrostrar el martirio.

         Muerto el primero, los verdugos se llevan al segundo. Le arrancan la piel de la cabeza. Con igual entereza que su hermano se niega a comer la carne de cerdo y le aplican el mismo castigo. Antes de exhalar el último suspiro, pronuncia unas palabras que revelan su fe inquebrantable en la resurrección, y que son tanto más importantes cuanto que antes de ese momento nunca se había oído una afirmación tan explícita de esa creencia: “Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el rey del mundo nos resucitará a una vida eterna a los que morimos por sus leyes.” El tercero fue aún más valiente, si cabe. Nada más pedírselo, presenta la lengua y tiende las manos al verdugo para que se las corte, y lo hace con tal decisión que sorprende al rey y a sus acompañantes. Da la impresión de que nada le importaban los dolores.

         Idéntica entereza, igual decisión, el mismo valor demuestran los siguientes, que fueron sucumbiendo uno tras otro a fuego lento en la horrible sartén.

         La historia termina con esta lacónica y estremecedora frase: “La última en morir, después de sus hijos, fue la madre”.


         La enseñanza que se deriva de esta historia es especialmente profunda y valiosa. Nunca se había hablado con tanta claridad en el Antiguo testamento sobre la resurrección de los muertos: “El Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna a los que morimos por sus leyes… Es preferible morir a manos de los hombres, poniendo la esperanza de ser resucitado de nuevo por Él”.. (2 Mac 7, 23; 7, 14).

Por Francisco Pellicer Valero