ASOCIACION BIBLICA SAN PABLO

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sábado, 22 de octubre de 2011

Resumen de la conferencia impartida por Mª del Carmen Feliu Aguilella, en la reunión de formación de 22 de Octubre.


"MISERERE". EL SALMO DE LA MISERICORDIA







            El Salterio es la respuesta del hombre a Dios.

            A lo largo de la Biblia vemos que es Dios quien habla, quien toma la iniciativa constantemente y se dirige al hombre a través de sus intervenciones salvíficas en la Historia y así mismo por medio de sus enviados y profetas.

            En el Salterio encontramos que es el hombre el que, aparentemente, toma la palabra y, como en toda oración, es Dios quien inspira esa palabra, quien la pone en el corazón. No obstante, el hombre es el protagonista que, ante la actuación de Dios, le alaba, se lamenta o canta una acción de gracias impregnando el salmo de sus sentimientos.

            En las lamentaciones, la parte más importante es la súplica propiamente dicha, en que el salmista dirige su petición a Dios, expresando con gran fuerza y vehemencia su situación extrema ya que el salmista se enfrenta a una terrible desgracia o enfermedad que terminará con la muerte inminente. La muerte, sin una esperanza de vida eterna, era para el judío terrible por lo definitivo y más porque desaparecerá de este mundo donde todavía Dios le podía ayudar.

            Por esto, le increpa a que salve a “su fiel” con urgencia desmesurada y sobre todo con fórmulas antropomórficas: sálvame, escúchame o ¿qué ganas con mi muerte, con que baje a la fosa?

            El Salmo 51 es una lamentación individual o salmo de súplica, en el que el salmista confiesa su pecado en un acto penitencial y expresa su confianza en Dios y en la misericordia divina.

            Este salmo se considera como segunda parte del precedente, en que Dios interpela y acusa a su pueblo de abandonar sus mandatos y le asegura que el mejor sacrificio que puede ofrecerle es una conversión interior sincera (recordemos también a Oseas 6:6 “Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos”).

            De este modo, en un análisis principalmente teológico, el Salmo 50 sería la acusación que Dios hace del delito, mientras que el 51 relataría la confesión del pecador en una exposición de un corazón humilde y contrito, por momentos desgarradora pero que al mismo tiempo espera en la misericordia de Dios y no en una sentencia condenatoria:No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.” dice en Ez 18, 23, y por último, el perdón posterior haciendo de estos salmos las dos partes de una liturgia penitencial en que Dios no actúa como juez sino como parte ofendida. Los dos salmos resultan de esta forma como las alegaciones presentadas en un proceso judicial, que siguen un eje teológico.

            En la estructura de este tipo de salmos se repiten unas características comunes que llamaremos elementos integrantes.

            1. El primero de ellos es la invocación del nombre de Dios. La invocación se encuentra fundamentalmente, al principio del salmo y mediante ella el salmista entra en contacto con Dios e inicia su oración. Sin embargo, el nombre de Dios no aparece exclusivamente al principio sino que se repite a lo largo del salmo, reforzando la súplica, ya que, a diferencia de otros pueblos, el israelita, el que invoca el nombre de Yahveh, sabe que puede esperar en la ayuda y el concurso suyo.

            El nombre, entre los antiguos semitas no era solamente el elemento que designa o distingue a sus portadores de otros, sino que es su misma esencia y contiene, en el caso de Dios, la fuerza salvífica, la fortaleza que transmite al pueblo que le invoca.

            En el primer versículo el salmista o penitente invoca el nombre divino apelando a su misericordia, pidiendo la salvación y reconociéndose culpable. En este versículo del salmo de la misericordia se halla resumida toda la intención del mismo como veremos más tarde.

            La invocación aparece de nuevo en el versículo 12: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro”; junto a la nueva petición, la purificación interior.

            El versículo 16: El lamento se agudiza, hay dolor e impaciencia en las palabras: “Líbrame de la sangre, oh Dios; Dios, Salvador mío”, hasta tal punto que la invocación del nombre de Dios se repite por tercera vez, utilizando su atributo salvífico.

            Más tarde en el versículo 17: “Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.”y en el 20: “Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén”, el orante invoca de nuevo al Señor para expresar su futura acción de gracias y la esperanza de la renovación del culto en Jerusalén en lo que se ha creído una adición posterior al destierro.

            2. El segundo elemento integrante de la lamentación es la narración de la situación del salmista, en la que éste expresa lo que le preocupa, el sufrimiento que le atormenta. Esta parte de la oración sálmica es la que generalmente reviste mayor dramatismo ya que el salmista describe su situación con verdadera desesperación, como quien ha llegado al final, para así mover a Dios a escucharle y a intervenir con premura a su favor.

            En este salmo 51, el lamento es de “un corazón quebrantado y humillado” (versículo 19), que es consciente de su pecado, de su condición de pecador.

            El salmista está realmente obsesionado, por ello después de pedir que Dios limpie su pecado, vuelve a reconocerse culpable, no puede apartarlo de su mente: “tengo siempre presente mi pecado” (versículo 5).

            Es más, sabe que su falta, en cualquier orden en que se haya cometido, es una ruptura con Dios ya que El es el establecedor de toda Ley, de todo orden, así la transgresión es un pecado contra Dios. Ante El resulta culpable y aunque añada: “En la sentencia tendrás razón”, al apelar a la justicia divina está reclamando la misericordia y el perdón.

            En el versículo 7: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.” se reconoce atrapado por el pecado desde su origen, sin libertad ante él, sin fuerza para combatirlo.

            Reconoce con humildad su impotencia ante su condición pecadora, de ahí que en los siguientes versículos espere de Dios aquello que sólo su bondad puede darle. El orante es sólo un hombre, sin capacidad para apartarse del pecado, pero lo desea con sinceridad. La conversión del hombre se realiza a nivel interno por lo que asegura: “En mi interior me inculcas sabiduría”, significando que le ha hecho capaz de concienciar su pecado y ese reconocimiento le impulsa a la conversión.

            La transformación que pide a Dios que se lleve a cabo en su interior es la purificación que hace nacer a un hombre nuevo, no al que sabe de su debilidad y volverá a caer en el cieno del pecado. Se prepara ya a la futura alegría y pide dócilmente ser lavado, que Dios le limpie su mancha que le aparta de El. Cuando Dios no contemple su pecado habrá sido exculpado.

            3. Con estas peticiones llegamos al tercer  elemento formal de estos salmos, la súplica propiamente dicha.

            En la súplica el orante pide la gracia, el perdón, con tal fuerza en ocasiones, que llega a personificar a Dios, se dirige a El con vehemencia para asegurarse la intervención divina.

            Esta es la parte más hermosa de estos salmos, porque en esas peticiones, el hombre pone de relieve, como veíamos antes, su debilidad y su impotencia, y reconoce que solamente Dios puede actuar eficazmente.

            En este salmo en que se canta la misericordia divina, el penitente pide a Dios que realice en él todo el proceso de liberación del pecado que lo aparta de su seno y anticipa ya la alegría que la paz interior le traerá.

            Después de la petición de los versículos 9 a 11: “Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.”, redobla su súplica con fuerza; invocando de nuevo el nombre de Dios, suplica que, efectivamente, se le dé un corazón nuevo, mediante la renovación interior, la re-creación interna. Este espíritu renovado le permitirá no ser apartado de la comunidad de la que le alejaba el pecado. El fiel culpable comprende el peligro de ser arrojado “lejos de tu rostro” (versículo 13).

            Mantenerse en la presencia de Dios es su objetivo y su necesidad, le provoca la alegría suficiente como para corres a contar a los demás su experiencia: él había pecado, pero el Señor no le abandonó sino que le perdona y él agradecido mostrará los mandatos del Señor a sus semejantes para que puedan acogerse a la misericordia divina.

            De nuevo surge la súplica: “Líbrame de la sangre...”, porque el delito sigue todavía en la memoria del penitente y el pecado cometido le impide la alabanza, la liberación de su culpa le permitirá sin embargo, ensanchar su corazón y cantar la justicia divina y su alabanza.

            4. A lo largo de estos versículos hemos comenzado a observar lo que conocemos como motivos de súplica, el cuarto elemento integrante de estos salmos.

            Acabamos de reconocer los atributos divinos que permiten al autor confiar en el Señor y en su perdón en el caso de este salmo.

            El salmista espera y confía en la ayuda divina por su misericordia, por su bondad (ya desde el versículo 3: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa;”) y por su justicia. En su confianza, el salmista sabe que no será despreciado, abandonado. Pero su penitencia es el propio quebranto de su espíritu, saberse culpable. Reconoce con humildad que esa bondad y misericordia que alaba en Dios es lo único con fuerza capaz de salvarle. En su contrición y su petición de limpieza de corazón, su esperanza en la creación de un espíritu nuevo lo que atrae esa salvación por encima del culto sacrificial y de las ceremonias de expiación rituales. El sacrificio es su propio remordimiento que le corroe.

            Tras la necesaria confesión, este careo entre  el hombre pecador y Dios pasa a la fase de la gracia, a la fase curativa:
            “En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.” (Catequesis Juan Pablo II).

            Ahora la experiencia del pecador arrepentido le lleva a saborear la esperanza y la “alegría de la salvación” y ante esta alegría se siente impelido a hacer partícipe a toda la comunidad de su liberación del pecado y de su transformación. Sale a buscar a sus conciudadanos para anunciarles este tiempo de gracia, algo que podríamos resumir en el versículo del Salmo 31:
            “propuse: “Confesaré al Señor mi culpa”,
            y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.”

            “El cambio de tono que se observa entre la última lamentación y la plegaria y la seguridad de la escucha supone en su origen un oráculo divino que ofrecía la seguridad de que la plegaria había sido escuchada creando de este modo el presupuesto psicológico para la  confianza.” (Gunkel).

            Los últimos versículos (el 20 y el 21:” Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos.”) son seguramente añadidos  después del destierro para acoplar el acto penitencial a la situación del pueblo elegido: Israel ha sido llevado por sus pecados al destierro (“lejos de tu rostro”), con el que se le priva del Templo, morada de Dios, y lugar de su culto y de la liturgia. Durante el destierro (“en mi interior me inculcas sabiduría”) ha tenido tiempo para recapacitar sobre su situación pecadora y reconciliarse con Dios. Así volverá a la Tierra Prometida, a la Ciudad Santa (“al rostro de Dios”), y reconstruyendo sus murallas (“su amistad”) volverá a sacrificar para El, volverá a la alabanza y a la acción de gracias.

            5. Cristianización y actualización del Salmo 51

            Cristo hace, según vemos en el Evangelio, suyos los salmos, como oración, como alabanza. Por el hecho de haber asumido el pecado de la Humanidad, se convierte en mediador de una Nueva Alianza, de la nueva creación.

            Por la fe en Cristo permanecemos en la Alianza; al transgredir la Ley de Dios precisamos de un medio de reconciliación que es Cristo y, en su lugar, la Iglesia; para dicha reconciliación es preciso seguir paso a paso la dinámica del salmo 51: tras la concienciación y confesión del pecado, viene la petición de renovación interior, la conversión. El pecado es perdonado por la misericordia divina en base al sacrificio expiatorio de Cristo, no por los méritos del hombre, es decir, por la bondad de Dios como veíamos enunciado en el versículo 3. Pero la reconciliación definitiva exige la renovación del hombre interiormente a la luz de la enseñanza de Cristo.

            La reconciliación como continua renovación de la Alianza, no pierde actualidad. La palabra de Cristo sigue viva en el Evangelio, en la Liturgia y, la Iglesia sigue los pasos del salmo penitencial para realizar su misión/interpelación mediadora de lo que Pablo llama creación nueva, aplicando en nombre de Cristo los sacramentos propios de la reconciliación con Dios: el Bautismo, el sacramento de la Penitencia, y hasta en la hora de la muerte y la enfermedad, la Unción.

            La Iglesia es esa mediadora: el cristiano al que el pecado ha llevado a la ruptura de la comunión plena con la Iglesia, ha de reencontrar esa comunión mediante el acto penitencial que le reconcilia con la Comunidad y a través de ella con Dios.

            Por otro lado, en la actualidad el sentimiento del hombre permanece siempre el mismo: el pecador siente vergüenza y horror por su pecado, se obsesiona creando sus complejos de culpabilidad. Pero el don de la misericordia divina es y será siempre gratuito, por tanto, un estímulo para cambiar ese sentimiento por la humildad y la confianza en Dios.


            La liberación del pecado por la bondad y la misericordia da el resultado de una confianza del pecador en el Padre. El triste lamento penitencial termina convertido en un canto de júbilo y alabanza.
    


Mª del Carmen Feliu Aguilella.


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