ASOCIACION BIBLICA SAN PABLO

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sábado, 26 de julio de 2014

LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (X)

LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (X)



VENGA A NOSOTROS TU REINO (II)

V.- PARÁBOLAS.-

            Jesús describió los diversos aspectos del Reino en parábolas; por eso para llegar a una aproximación de lo que es el mismo se hace imprescindible acudir a ellas; en el capítulo 13 de S. Mateo encontramos siete parábolas sobre el tema:
            En la del sembrador, se indican las diversas actitudes ante el Reino (Mt 13, 3-9; 18-23).
            La del trigo y la cizaña simbolizan (Mt 13, 3-9) a los hijos del Reino y a los hijos del Maligno (Mt 13, 31-32).
            La del grano de mostaza pone de relieve la pequeñez inicial y la grandeza final del Reino (Mt 13, 31-32).
            La de la levadura que una mujer pone en la harina para que fermente (Mt 13, 33) se refiere más directamente a la energía interna que en sí encierra la doctrina evangélica.
            La del tesoro escondido y la del mercader de perlas (Mt 13, 44-46) enseña que hay que preferir el Reino de los cielos a todo otro bien.
            Y la parábola de la red barredera (Mt 13, 47-50) nos muestra que en el Reino de los cielos temporal habrá buenos y malos. Será al final de esta vida cuando serán juzgados todos los hombres, salvándose los buenos y siendo condenados los malos (Martín Nieto, c.c. pág. 81).

VI.- MIEMBROS DEL REINO.-

            Las condiciones para entrar en el Reino de Dios son:
            1ª.- Humildad y docilidad.- La causa por la que los judíos se opusieron al Reino era su soberbia y altanería. Se creían que con ser discípulos de Moisés y descendientes de Abraham les bastaba. Por eso el Maestro dirá: “Quien no recibe el Reino de Dios como un niño no entrará en él” (Mt 18, 3).
            2ª.- Abnegación y perseverante fortaleza.- El Reino de Dios nace y se desarrolla en oposición y lucha contra el reino de Satanás. En la explicación de la parábola del sembrador nos expuso Jesús estas condiciones (Mt 13, 1-9. 18-23).
            3ª.- Amor a Dios y al prójimo.- Al escriba que habló rectamente de estos dos amores, le dijo


Jesús: “No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12, 34). El amor al prójimo está hermosamente explicado en tres parábolas bellísimas: la del buen samaritano (Lc 10, 30-37), la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) y la del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14). Todas estas ideas se hallan gráficamente desarrolladas en las parábolas de la gran cena (Lc 14, 16-24) y en la del banquete nupcial (Mt 22, 1-14), que vienen a dar como una historia profética del Reino de Dios.

VII.- EL REINO DE DIOS EN SU CONSUMACION

            Cuando todo se haya cumplido, al llegar el momento fijado por el Padre, aparecerá Cristo ante el universo como Rey. Someterá a su imperio la muerte por la resurrección de los cuerpos (1 Cor 15, 22-26); enviará a sus ángeles para que agavillen la cizaña para el fuego y recojan el trigo para sus graneros (Mt 13, 30.41-42), arrojará fuera del convite a quien no lleve el vestido nupcial (Mt 22, 11-14) y entregará a su Padre el Reino que compró con su sangre, quedando aun el mismo Hijo sometido al Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28).

VIII.- LA IGLESIA Y EL REINO.-

            El desarrollo del Reino de Dios se va realizando en este mundo por medio de la Iglesia, sus ministros, a quienes Jesucristo dio potestad omnímoda, sus sacramentos y su doctrina (Mt28, 16-20). Nadie puede, por vía ordinaria, incorporarse al Reino de Dios sino por ella.

            En Mt 16, 18-19 se explica en dos trazos las relaciones entre el Reino de Dios y la Iglesia. La Iglesia de Cristo combatida por las fuerzas infernales aunque en vano, pues es como el edificio fundado sobre roca; el Jefe de la Iglesia es como mayordomo y administrador supremo del Reino de Dios. Sus dictámenes tienen la fuerza de las sentencias divinas. Cuando aparezca Cristo a congregar el Reino, no hará sino ratificar las decisiones de la Iglesia, conforme al Evangelio: “Quien haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese entrará en el Reino” (Mt 7, 21). Y la voluntad del Padre es la del Hijo y la del Hijo, la de su Iglesia (Jn 6, 38; 13,20; Lc 10, 16) (Díez Macho, Enciclopedia de la Biblia, Vol. VI, col 153).

Por Francisco Pellicer Valero

Foto: Mª del Carmen Feliu Aguilella


sábado, 19 de julio de 2014

LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (IX)

LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (IX)


VENGA A NOSOTROS TU REINO (I)

I.- NOMBRES.-
El término griego “BASILEIA” es traducido por “Reino” o “Reinado”. La mayoría de los autores opina que las dos traducciones son correctas. Mas, como el primer término se fija en la idea de un espacio geográfico y un tiempo determinado, se prefiere usar el de “reinado” que indica dominio o soberanía de Dios en una situación o estado que se encuentra allí donde Dios llama y donde la fe y el amor responden a esa llamada (Schelke, Teol. N. T., vol. IV, pág. 35 s.).

            La idea central de la predicación de Jesús es la que citamos generalmente por “Reino de Dios”; de este modo lo encontramos en los Evangelios de S. Marcos, S. Lucas y S. Juan, y en el Apocalipsis. En S. Mateo aparece unas 33 veces para expresar lo mismo la frase “Reino de los cielos”. Esto es debido a que la comunidad de este último evangelista era judía, y para no faltar al Mandamiento “No tomar el nombre de Dios en vano”, en lugar del nombre de Dios usaban una paráfrasis del mismo y hablaban del “Reino de los cielos”.

II.- NOCIONES.-
Esta segunda petición es el corazón del Padrenuestro. Expresa el “gran proyecto” de Dios y nuestro ruego, con la seguridad de que seremos escuchados. El Reino que debe venir es el del “ABBA”: llega como un don gratuito de su bondad, porque así le ha parecido bien (Lc 12, 32). La venida del Reino no depende en primer lugar de nuestros esfuerzos. Nosotros solo podemos recibirlo como una herencia (Mt 25, 324), acogerlo como lo hace un niño (Mc 10, 15), esperarlo con confianza (Mc 15, 43), descubrirlo como un tesoro y una perla preciosa (Mt 13, 44-46).

            El Reino de Dios expresa simultáneamente dos cosas: la soberanía gloriosa de Dios sobre la humanidad y la salvación y felicidad del hombre. Precisamente porque el Reino de Dios destruye el dominio de Satanás y obtiene la victoria definitiva sobre el mal y sobre la muerte, da al hombre –finalmente liberado del pecado- la posibilidad de llegar a la plena realización de sí mismo.
            Al pedir que "venga el Reino", expresamos la plegaria más importante por la vocación y la salvación de todos.

III.- EL ANTIGUO TESTAMENTO.-
            El Reino de Dios en el Antiguo testamento no significa otra cosa que la restauración del reinado sobrenatural de Dios en los hombres, perdido por el pecado. Este reinado, conforme a Gen 3, 15, se obtendrá infaliblemente; más no pacíficamente, sino en lucha contra el reino de Satanás, que se opondrá a todo lo que le represente: a Israel, por ser en el estadio de esperanza, su tipo viviente, y al Mesías, por ser quien ha de llevarlo a cabo. (Díez Macho, Enc. de la Biblia, vol. VI, col 150 s.)
IV.- JESÚS CENTRO DEL REINO.-

            Para caracterizar la actividad pública de Jesús desde sus comienzos, S. Marcos señala: "Jesús decía: se ha de cumplir el plazo y está cerca el reinado de Dios; arrepentíos y creed la buena noticia" (Mc 1, 15).
            En otra ocasión anuncia que el reinado de Dios ha comenzado ya. El Reino de Dios está a la vista ¿Dónde? En su propio advenimiento: "Volviéndose aparte a los discípulos, les dijo: ¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, escuchar lo que vosotros escucháis y no lo escucharon" (Lc 10, 23-24).
            Jesús lleva el reino de Dios en sí mismo. Está en medio de Él empeñado en la lucha contra otro reino: "Pero si yo expulso a los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a vosotros el reinado de Dios" (Lc 11, 20) (Cat. Alemán, 99).
            Así, pues, el reino de Dios está presente y activo; pero no se presenta de forma estruendosa, sino misteriosamente, como una semilla de irresistible poder, depositada por Dios en el corazón de los hombres (León-Dufour, Dicc. N. T., p. 377 s.).
            El reino de Dios se halla en la persona de Jesús. Esta identidad se revela confrontada con otras palabras de los Evangelios: dejar todo por el reino de Dios equivale a dejarlo todo por Jesús: "...y todo el que deje por mí casas, hermanos, o hermanas, padre o madre, mujer e hijos, o campos, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29). El reino de los cielos pertenecerá a aquellos que padecen persecución por causa de Jesús. (Mt 5, 10-11) (Continuará)


Por Francisco Pellicer Valero

Foto: Mª del Carmen Feliu Aguilella

sábado, 12 de julio de 2014

LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (VIII)


 LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (VIII)



SANTIFICADO SEA TU NOMBRE



I.- EL “NOMBRE” EN ISRAEL

            Entre Los hebreos el nombre de una persona designa la realidad profunda de su ser. El nombre dado en el nacimiento expresa ordinariamente la actividad o el destino del que lo lleva (Gen 3, 20). Conocer el nombre de alguien es tener acceso al misterio de su ser, conocer a la persona. Saber el nombre de Dios es conocer a Dios (Ex 3, 14; Is 42, 8), pues entre el nombre de Dios y el mismo Dios hay una identidad absoluta (Ex 23, 31; Dt 12, 11). Moisés quiere saber cómo es Dios y le pregunta por su nombre. Y Dios le dice: “Yo soy Yahvé, el que es, el que soy” (Ex 3,14), el fiel, siempre el mismo.
            El supremo deseo para un israelita era perpetuar su nombre: “...júrame por el Señor que no aniquilarás mi descendencia, que no borrarás mi apellido” (1 Sam 24, 22). Y como contraste, cuando pide a Dios la derrota de sus enemigos le pide que extermine su nombre de la tierra: “entregará a sus reyes en tu poder, y tu harás desaparecer su nombre bajo el cielo” (Dt 7, 24).
            Cuando una persona es elegida por una misión nueva, recibe un nombre nuevo en función de la etapa de vida que comienza: Abrán se llamará Abraham (= “padre de muchos pueblos”, Gen 17, 5); Saray se llamará Sara (= “princesa”, porque será madre de reyes, Gen 17, 16); Simón se llamará Pedro (= “piedra”, porque será fundamento de la Iglesia, Mt 16, 8),
            La prohibición de usar ¡el nombre de Dios en vano”, los rabinos la interpretaron de todo uso superfluo del Nombre en la vida privada, en las relaciones sociales y en la misma lectura y oraciones privadas o colectivas. A partir del siglo III a. C. Ya no se pronuncia el

nombre sagrado de Yahvé; el hacerlo se consideraba una profanación. Yahvé se reemplaza por Adonai (= “mi Señor”). Esto dio origen a una serie ce circunlocuciones sustitutivas del nombre de Yahvé; la más frecuente fue la “Palabra”, pero la más profunda fue el “Nombre”. Era una manifestación de la identidad del Nombre y la Persona de Yahvé.

II.- SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

            Esta afirmación equivale a decir: Padre, es urgente que todos te conozcan como Dios. Muéstrate a todos los hombres para que acepten entrar en tu Reino y Tú puedes realizar en todos tu voluntad de salvación. El deseo de que Dios-Padre sea grande y glorioso se antepone a todas las demás peticiones. Santificar el Nombre del Padre es reconocer y venerar al Padre en su soberanía divina y en su bondad paternal. El proyecto de Jesús al venir al mundo fue ese: he dado a conocer tu nombre a aquellos que tú me diste de entre el mundo” (Jn 17, 6).

III.- EL HOMBRE SANTIFICADOR DEL “NOMBRE”.-

            Santificar el Nombre de Dios es también obra de los hombres. Lo podemos hacer de varias maneras:

            1ª.- Reconociendo la santidad del Nombre.- Santificar el Nombre es reconocer a Dios como creador del mundo y Señor de la historia; reconocerle y acatarle como el único Señor soberano, cumpliendo el primer mandamiento de la Ley de Dios y reconociendo el derecho de Dios a ser el “Único”, con un

derecho absoluto, constitutivo de la misma esencia de Dios; derecho, por eso mismo, sagrado e irrenunciable.
            El hombre no se puede construir otros dioses, porque ésos no son dioses sino ídolos. Y es muy peligroso para el hombre caer en ese error o estar encadenado por esos falsos dioses del dinero, del consumismo, de la vanidad, del placer, del sexo, etc..

            2ª.- Santificándonos nosotros mismos.- Pronunciar el Nombre santo debe hacerse del modo más santo posible. Si el Padre es santo, los hijos debemos también serlo (Lev 189, 2). No se trata de que nosotros le santifiquemos a Él, sino de que Él nos santifique a nosotros: lo cual se pide para que sea venerado como santo por todos los hombres. "Santificado” no quiere decir que sea santificado Dios, como si nuestra petición pudiera añadir algo a su santidad. Nada de eso. Más bien, que sea santificado en nosotros para que también a nosotros llegue su santidad. “El primero de todos los bienes es que el Nombre de Dios sea glorificado a través de mi vida” (S. Gregorio Niseno).

            3ª.- Alabándole y adorándole.- La creación entera es una alabanza continua al Señor (Sal 148). Santificarle es verle en todas las cosas (Is 29, 23) y practicar la oración de alabanza (Sal 103, 1). La primera obligación del hombre es alabar a Dios, pues para eso ha sido creado, para ese primordial quehacer religioso (Sal 113, 1-3).

            Los Salmos constituyen un rosario de invitaciones a bendecir, alabar y glorificar el Nombre del Señor (Sal 106, 8; 121, 8; etc.)

Por Francisco Pellicer Valero

Fotografía Mª del Carmen Feliu Aguilella

sábado, 5 de julio de 2014

LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (VII)

LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (VII)



QUE ESTAS EN EL CIELO

La expresión "que estás en el cielo" es una concreción del término "Padre". La comparación de Dios con los padres humanos ayuda a entender un poco más cómo es Dios, pero conserva su punto de ambigüedad, porque todo `padre humano tiene limitaciones y defectos. Para evitar ese posible malentendido, hay que afirmar inmediatamente que se trata del Padre del cielo y que, por tanto, no tiene ninguno de los aspectos negativos que pueden tener los padres de la tierra.

            La expresión "que estás en el cielo" designa la excelsitud divina, la augusta majestad de Dios, su cualidad de "celeste". Entre Dios y el hombre hay una distancia insalvable, la misma que media entre el espíritu y la carne, distancia absolutamente irreductible.

            Dios no puede residir en un lugar geográfico concreto, porque no está limitado ni por el espacio ni por el tiempo. En la antigua alianza, el templo de Jerusalén era el lugar de la presencia de Dios, el que Él mismo había elegido. Pero los israelitas eran conscientes de que el templo no podía abarcar a Dios, porque nada en el mundo creado puede contenerlo. Después de edificar el primer templo, el rey Salomón, orando exclama: "Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo ¡cuánto menos en este templo que he construido!" (1 Re 8, 27).

            Dios está más allá de nuestro alcance y de nuestros conceptos, no coincide y ni siquiera se parece a imagen alguna que nos podamos hacer de Él.

            El cielo, más que un lugar, es una perspectiva, una manera determinada de ver el mundo y la historia. Podemos referirnos a Dios como nuestro Padre "que está en el cielo" sin que ello comporte alejarlo en nada de nosotros, de nuestra vida y de nuestras preocupaciones. Invocar al Padre del cielo no es alejarse de la realidad humana, terrena, de cada día.

            La referencia al cielo sugiere también su omnipotencia. Nuestro Dios es Padre sin dejar de ser "SEÑOR", ni perder nada de su poder. Este es otro fundamento firme de la oración cristiana: saber que estamos en diálogo confiado y amoroso con quien lo puede todo. Nada de lo que le podamos pedir está fuera de su alcance.

Aunque está próximo al hombre, sigue siendo INFINITO, el ABSOLUTO. El Salmo afirma: "Nuestro Dios está en el cielo, y lo que quiere lo hace" (Sal 115, 3). La palabra "cielo" no indica la lejanía de Dios sino su trascendencia y grandeza, con la que se hace presente en todas partes y domina sobre todas las cosas.

            El que es Padre nuestro en Jesucristo con una paternidad según el Espíritu y no según la carne, es el Señor absoluto, el Creador del universo. En Él podemos confiar con una seguridad total. (Benini, 56).

            Para demostrar que está en todas partes, el salmista busca imaginariamente, en todas las latitudes, un posible lugar en que ocultarse de su presencia, sin conseguirlo (Sal 139, 8-10).

            Que Dios está en el cielo, quiere decir que está por encima de todas las cosas terrenas, más allá de nuestro mundo visible. El mundo no es una parte de Dios, pues Dios es un ser completamente distinto.
            Nos conviene recordar la distancia infinita que hay entre el Dios creador y el hombre criatura con el fin de que la confianza amorosa en el Padre no degenere en "confianzas", que pierdan de vista la soberana grandeza del Interlocutor divino. Cuanto más a la vista tengamos la infinita lejanía de Dios, más estimaremos la dignación de haberse bajado hasta nosotros, elevándonos a la categoría de hijos suyos e invitándonos a conversar con Él. La verdadera religiosidad humana debe ser todo anonadamiento ante la lejanía del Trascendente. Y todo agradecimiento ante la condescendencia con que se digna acercarse y concedernos audiencia (Muñoz Iglesias, "Padre de Jesús y Padre nuestro", pág. 172).

Que Dios está en el cielo quiere decir:
* Que es el Creador del cielo y de la tierra.
* Que gobierna el universo entero con su omnipotencia y sabiduría.
* Que entre Dios y el hombre hay una distancia insalvable, la que hay entre Creador y criatura.
* Que es eterno, es decir, que no ha tenido principio ni tendrá fin.

Por Francisco Pellicer Valero

Fotografía Mª del Carmen Feliu Aguilella