Es imposible dar apenas un esbozo de este
gigante. Vamos a intentarlo a través de un conjunto de parámetros, que
trataremos de sintetizar brevemente a continuación.
Es fundamental un acercamiento a la realidad histórica de
san Vicente Ferrer para captar el nervio
íntimo de su personalidad y poder
valorar su acción en la sociedad cuatrocentista, aunque la versión popular
del santo tiene un valor extraordinario por fundarse en una tradición oral muy
extensa.
Hacen falta, todavía, muchas cosas: continuar la búsqueda de
documentos, a pesar de la abrumadora documentación de que se dispone; revisar
la tradición hagiográfica y completarla; estudiar las relaciones e influencias
recíprocas del santo con su época histórica; tratar de alcanzar el conocimiento
integral de las fuentes de sus obras; y realizar una valoración de su santidad,
que entre y valore en profundidad en ella y permita descubrir su dimensión de apóstol entregado a la tarea de llevar
a las masas el mensaje de Jesucristo, dejando en un lugar adecuado la dimensión
de hombre público, de pacificador y de político.
San Vicente es, además y especialísimamente, un santo medieval nacido en el final de la Edad Media (en Valencia
el 23 de enero de 1350 y muerto en Vannes el 5 de abril de 1419) y casi a las puertas del Renacimiento pero en
el que no se ven influencias renacentistas; incluso diríamos que
conscientemente Vicente opta por lo medieval; en la Valencia de su tiempo
perviven las viejas escuelas, la cultura eclesiástica y el ordenamiento civil
de la vida medieval.
Otro parámetro es su filiación o condición de dominico, heredero de una tradición que
arranca de figuras como Santo Domingo y Santo Tomás de Aquino. El 5 de febrero
de 1367 vistió el hábito dominicano en el convento de Valencia (actual
Capitanía General) e hizo sus votos religiosos el 6 de febrero del año
siguiente. Vive las prácticas religiosas internas formadoras del espíritu de
las casas dominicanas: rezo coral, silencio, ascetismo reglamentado, oración
privada y en silencio, acción pastoral de los superiores, espíritu de pobreza y
vida monacal en el convento. En otro orden de cosas, la mentalidad apostólica
cosmopolita basada en el espíritu dominico y los privilegios recibidos para
poder predicar (predicación itinerante) en cualquier lugar sin apenas trabas
ante las jerarquías eclesiásticas.
A lo anterior es de añadir su formación dominica, que va desde su toma de hábito hasta el año
1376, es decir diez años, en los que realizó estudios completos en Valencia,
Barcelona, Zaragoza y, además, dos años adicionales en el gran convento de
Toulouse. Según los expertos fue promovido al grado de Maestro en Teología por
Clemente VII a petición del cardenal Pedro de Luna. Y desde 1385 a 1390 es importante su
enseñanza como lector de Teología en la catedral de Valencia. Fueron factores
adicionales en su formación maestros como Fr. Tomás Carnicer y sus estancias en
Barcelona y Toulouse; en aquella llegó a ser maestro en exégesis bíblica y
llegó a dominar el hebreo (con el tiempo fue la base de su apostolado con los
judíos); en Toulouse tomó contacto con religiosos de otras comunidades
ampliando su visión de los problemas universales. A esa tremenda formación es
de añadir el carisma popular de Vicente que, además de su condición de profesor
y maestro, le llevó a ser árbitro, albacea y hasta consejero de corporaciones y
particulares, en pleno y constante contacto con el pueblo de toda condición y
que enriqueció sin duda su conocimiento de los hombres y su tierno humanismo a la
hora de predicar sus inimitables sermones. También hay que señalar que fue
prior del Convento de Valencia desde octubre de 1379 hasta marzo de 1380, según
el P. Teixidor. Fruto de los primeros años de vida pública, fueron ya sus
primeras obras como “De unitate universalis” o el Tratado del Cisma.
Otro parámetro fundamental fue su intervención y lucha por resolver el Cisma de Occidente que
supuso una etapa funesta en la
Iglesia , y que la dividió hasta extremos increíbles,
enfrentando naciones y dignatarios eclesiásticos y que llegó a dividir a las
propias órdenes religiosas como pasó con la dominicana. Renunciamos a describir
el cisma ante la falta de espacio. Sí indicaremos que Vicente tomó partido por
Clemente VII frente a Urbano VI, con toda probabilidad por influencia de Fr.
Nicolás Eymerich, O.P. que, habiendo asistido a la elección de Urbano VI,
concibió dudas sobre dicha elección que le llevaron a escribir un tratado sobre
la nulidad de la misma, la esencia de cuyo tratado se recoge en el del propio
San Vicente. En honor de este hay que decir que, aunque sufrió error por falta
de mayor y mejor información sobre la referida elección, es destacable la
profundidad teológica y canónica de su estudio y la rectitud y limpieza de
intención del santo que, en el momento oportuno, no dudó en desmarcarse de su
apoyo al cardenal Pedro de Luna ya Papa en Avignon con el nombre de Benedicto
XIII y adherirse a las decisiones del Concilio de Constanza, convocado el 1º de
noviembre de 1414 por el emperador Segismundo, con el que concluyó
definitivamente el Cisma tras numerosas incidencias con la elección del Papa
Martín V el 11 de noviembre de 1417.
El Compromiso de
Caspe es otro acontecimiento en que el santo intervino con otros ocho
miembros en el famoso jurado que dirimió la sucesión a la corona de Aragón a
favor de Fernando de Trastamara, infante de Castilla cuyo fallo final fue
proclamado por el propio san Vicente el 24 de junio de 1412.
Otro parámetro es la
santidad de Vicente Ferrer. Fue indiscutible, unánime. La prontitud de su
canonización por Calixto III, y la
Bula de Canonización del papa Pío II, testimonian esa
santidad de modo indiscutible. El proceso de canonización contiene la
recopilación de noticias sobre su santidad, sus virtudes heroicas, lo sobrenatural
de su apostolado y los prodigios y milagros que desplegó durante toda su vida.
En 1399,
estando san Vicente en Avignon, tiene una visión por la que el Señor le ordena
que deje la corte y se dedique a predicar por todas partes. Vicente, sin
dudarlo un momento, se despide de Benedicto XIII y se dedica a la predicación
que no abandonó hasta su muerte en 1419 en Vannes. La figura de este hombre,
lleno de padecimientos, montado en una borrica que recorre media Europa
haciendo frente a todos los problemas, inclemencias y dificultades alcanza una
magnitud sobrenatural. Paralelamente con esta predicación que ya no abandona
nunca es buscado por los hombres de toda condición para que él preste su
cooperación sobrenatural y su inspiración en la solución de los graves
problemas derivados del Cisma y también como hemos contado del Compromiso de
Caspe. Pero ya nunca abandona su predicación dominicana llevando a las gentes
el mensaje de Jesucristo.
¿Y qué decir de su
espiritualidad? Su espiritualidad ha sido calificada por los especialistas
como plenamente apostólica,
consagrada vocacionalmente a las almas con fundamento en una profunda vida
interior. Y también es cristocéntrica
en cuanto tiende a la imitación de Cristo modelo de apóstoles. Y, aunque
carecemos de informaciones directas sobre su vida interior por lo reservadísimo
que fue en este aspecto el santo, existen testimonios que aluden a su don de
lágrimas cuando celebraba Misa y en su vida brillan los dones del Espíritu
Santo incuestionables: don de lenguas, profecía, discreción de espíritu,
sabiduría y ciencia. Y el don de milagros y curaciones prodigiosas.
San Vicente fue
maestro de almas, fue director espiritual, desbordó sencillez y ternura en
sus sermones y fue capaz de hacerse entender por sabios y legos y gente de toda
condición. Y escribió mucho. Diversos tratados, como el del Cisma, el de la Vida Espiritual ,
el Tratado contra los judíos, etc... Y numerosos opúsculos, entre los que
destaca una breve vida de Jesucristo en el valenciano del siglo XIV cuya
lectura es un goce. Y sus sermones, numerosos, humanos, frescos, incisivos,
emocionantes... y todavía no definitivamente censados.
Para
concluir y como botón de muestra, hemos espigado en su Tratado de la vida
espiritual, cuyo capitulo XX recoge las quince “perfecciones” necesarias al
siervo de Dios: 1ª.- Conocimiento de si mismo; 2ª.- Valor en las tentaciones;
3ª.- Penitencia abundante por los pecados; 4ª.- Terror de recaer en ellos; 5ª.-
Disciplina de pensamientos y actos; 6ª.- Paciencia en las pruebas; 7ª.- Huida
en la tentación; 8ª.- La unión a los cuatro brazos de la Cruz ; 9ª.- Memoria constante
de los beneficios de Nuestro Señor; 10ª.- Perseverancia en la oración de día y
de noche; 11ª.- El sentimiento y gusto habitual de las suavidades divinas; 12ª.-
Deseo constante de hacer conocer, amar y temer a Cristo Jesús; 13ª.- Compasión
misericordiosa hacia el prójimo en todas sus necesidades de la vida; 14ª.- El
don de una acción de gracias continua, de una alabanza y glorificación y de su
Hijo en toda cosa; y 15ª.- Que diga: “Señor, Dios mío, Jesucristo: nada soy,
nada puedo, nada valgo y mal os sirvo, y en todo soy siervo inútil.”
Foto amablemente cedida por Manolo Guallart
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