LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (XI)
HAGASE TU VOLUNTAD (I)
La
palabra “voluntad” (zelema) aparece 55 veces en el Nuevo testamento y casi
siempre referida a la voluntad de Dios, lo que indica su importancia. Dejando
aparte el sentido de esta voluntad como atributo divino, nos vamos a referir a
la voluntad de Dios en cuanto expresa su querer a los hombres, el designio
divino de la salvación del mundo.
I.-
Que Dios haga su propia voluntad.-
Esto pedimos a Dios: que haga su
propia voluntad, su “gran voluntad”, su querer máximo, expresado en Ef 1, 3-1
4, donde San Pablo resume la doctrina de la salvación del mundo, que pasa por
un triple estadio protagonizado por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
1.- El Padre.- Por un acto
libérrimo de su voluntad, decidió el proyecto de salvación del mundo. El Padre
es el planificador del proyecto, el origen de todos los dones que el hombre
recibe (Ef 1, 3) y que son espirituales, porque los confiere el Espíritu Santo.
El Padre nos ha elegido en Cristo; desde toda la eternidad contempla a la humanidad
entera en la persona de su Hijo. Nos ha predestinado a ser sus hijos, a
participar de su propia naturaleza (1 Pe 1, 4).
2.- El Hijo.- Es el que
ejecuta el proyecto del Padre a través del dolor padecido y de la muerte.
Jesucristo, con su sangre, nos ha obtenido la redención, la liberación plena de
todas nuestras esclavitudes y de los poderes del maligno, y el perdón de todas
nuestras culpas (Ef 1, 7). Nos ha dado a conocer el designio misterioso de su
voluntad, la plenitud de la sabiduría y de la prudencia, es decir, el
conocimiento teórico del proyecto eterno del Padre y el conocimiento práctico
del misterio con todo lo que exige y conlleva en la vida práctica (Ef 1, 8). “El Padre quiso que habitara en Jesucristo
toda la plenitud de las perfecciones divinas y humanas, en el sentido más
amplio, elevado y absoluto (Bover, “Epístolas de S. Pablo”, pág. 244).
Quiso también por medio de Él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las
de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de la cruz (Col
1, 19-20).
3.- El Espíritu Santo.- Es el
que garantiza y lleva a plenitud el proyecto del Padre (Ef 1, 10-14). Los
primeros destinatarios del proyecto de salvación fueron los judíos, según el
designio de Dios (Ef 1, 11-12). Después se extendió a los gentiles (Ef 1,
13-14). La venida del Mesías hizo el prodigio de que todos los pueblos de la
tierra fueran asociados al único pueblo de Dios. Esta unificación es obra del
Espíritu Santo (Jn 14, 15-26). El Espíritu Santo es la Garantía de que Dios
cumple su promesa y de que la posesión de la herencia está asegurada; una
herencia en la plena liberación de todo mal y que la manifestación gloriosa de
Jesucristo en la parusía llenará de gloria a los hijos de Dios (Ro 8, 19).
Dios, que es el origen y el destino del
hombre, solo ha querido y quiere la salvación de todos los hombres (1 Tim 2,
4), pues no nos ha destinado al castigo sino a la salvación por Nuestro Señor
Jesucristo (1 Tes 5, 9). Estamos salvados gracias a la voluntad del Padre y a
los méritos de Jesús que murió por nosotros para que nosotros vivamos (1 Tes 5,
10).
ii.- ¿Ha
cumplido Jesucristo el plan de su Padre?
No existe ninguna duda si leemos los
Evangelios, pues reiteradamente lo afirma el Maestro. Es una idea dominante en
Jesús, hasta tal punto que dice que la voluntad de Dios es su alimento (Jn 4,
34) y le lleva a renunciar de manera absoluta a su propia voluntad para
encarnar en sí la voluntad del Padre. Toda su vida se puede sintetizar en esta
frase: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (Hbr 10, 7), cosa que
practicó siempre de modo perfecto como Hijo modelo de obediencia: “Yo
hago siempre lo que es de su agrado” (Jn 8, 29). Aunque en Getsemaní
expresa repugnancia su apetito sensitivo y su voluntad natural a los tormentos
de la pasión, acaba manifestando el deseo de su voluntad deliberada y absoluta
de que se cumpla lo que el Padre desea (Mt 25, 39). (Continuará)
Por Francisco Pellicer Valero
Foto: Mª del Carmen Feliu Aguilella
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