MUJERES DE LA BIBLIA 12: MARIA MAGDALENA Y SU ENTORNO
LAZARO, MARTA Y MARIA
El nombre de estos tres hermanos enlaza una tierna
historia de amistad y nos lleva a contarla por partes porque no tiene desperdicio.
Hoy le toca a Lázaro.
Lázaro,
hermano de Marta y María, era amigo de
Jesús. Nada menos que amigo del Señor. No era discípulo. Era creyente –que
es lo que importa- y amigo, o sea más que discípulo. El amigo es esa persona
única en el mundo, que tampoco es esposa o marido, y que tiene vía directa a
nuestro corazón y al mundo de nuestros afectos y nuestros secretos que comparte
con lealtad. Es alguien desinteresado, capaz de compartir e intercambiar ideas
y pensamientos, aspiraciones y afectos, capaz del don de consejo desinteresado
–esa es una de las esencias de la amistad- y siempre disponible.
Es también alguien cuya compañía
siempre apetece –unas veces fuera del contexto de la propia familia, y otras
dentro de ese contexto-. El amigo o amiga auténtico no puede sustituir al
marido o a la esposa, pero comparte un fragmento importante del mundo emocional
e intelectual de cualquier ser humano y se goza con nosotros de fiestas,
conversaciones, discusiones serenas, lecturas compartidas, opiniones políticas
y tendencias de pensamiento. Y su salud nos preocupa como algo propio y hacemos
votos por su buena existencia y bienestar.
Estos dos amigos eran Lázaro y Jesús. Jesús nada menos que era Dios, era el Redentor del mundo, el
fiador de nuestra eterna salvación, la víctima propiciatoria de nuestra vida
celestial.
¿Pero quién o qué era Lázaro? Los
evangelios nos dan testimonios clarísimos del carácter, del genio o
peculiaridades de muchos personajes. Tenemos nociones claras del carácter
impetuoso o casi torpe de Pedro, de sus dudas y temores, y de su humildad; de las ambiciones de los “hijos del trueno”; de
la altura vertiginosa del pensamiento de Juan, el discípulo amado del Señor,
capaz al mismo tiempo de durísimos ataques y calificativos a Judas (“… porque
era ladrón”, nos dice de él en su evangelio) y a los fariseos; vemos en Mateo
la mente fría y ordenada de contable, en Lucas la ternura humanísima, y el
vigor narrativo y restallante de Marcos.
Pero de Lázaro sólo sabemos que era amigo
de Jesús. Nada sabemos de sus prendas personales, simpatía, ingenio o
donaire, afabilidad… Fue un auténtico desconocido. Y ese desconocido… ¿qué
tendría para alcanzar el alto título de amigo del Señor? Y esto era público y
notorio y mereció formar parte de la crónica evangélica. Todos sabían que Lázaro era amigo de Jesús. Y tres de los evangelistas
lo destacan y esto ha pasado a ser parte de la historia universal. San Juan
nos dice (Jn 11, 5) “Y amaba Jesús a
Marta y a María, su hermana, y a Lázaro.” Sin embargo, Lázaro se nos
aparece como un mudo. Los evangelistas destacan el amor y la amistad de Cristo
y Lázaro, pero ninguno de ellos se molestó en poner en boca de este último ni
una palabra… Y otro plano preñado de misterio: el sentimiento humano de Jesús
hacia Lázaro debía tener fundamento en factores de conducta y cualidades
personales de éste último porque, mientras el respeto a todos es independiente
de las cualidades personales, a la amistad se accede por elección de una
persona y de todos sus componentes… Y se acompaña del gozo y la fruición de la
presencia de esa persona…, tan distintos de la relación de mando con los
discípulos… El respeto se acepta pero la amistad se elige libremente. Y ¿de qué
hablarían y con qué frecuencia esos dos amigos? ¿Cosechas, ganados, parientes,
problemas, del sol y de las lluvias, de la palabra de Dios, de fariseos,
saduceos, romanos?... ¡Qué incógnitas tan sugerentes! ¿También se gastarían
bromas?
Y, luego,
Juan evangelista va desgranando la bella narración de la muerte y resurrección de
Lázaro: el aviso de sus hermanas –”Señor, mira que aquel a quien amas está
enfermo”-; la muerte del
hermano; el retraso providente de Jesús; su llegada y los encuentros con ambas
hermanas –“Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto.”-;
el momento sublime en que el propio Jesús, cediendo a la ley misteriosa de la
amistad “se conmovió hondamente y se turbó”, y el grito final omnipotente: ¡Lázaro, sal fuera!
Y Lázaro,
-una vez más silencioso y discreto- regresó de la tumba envuelto todavía en sus
vendajes.
Por Francisco Pellicer Valero
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