LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (VIII)
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE
I.- EL “NOMBRE” EN ISRAEL
Entre Los hebreos el nombre de una persona designa la realidad profunda de su ser. El nombre dado en el nacimiento expresa ordinariamente la actividad o el destino del que lo lleva (Gen 3, 20). Conocer el nombre de alguien es tener acceso al misterio de su ser, conocer a la persona. Saber el nombre de Dios es conocer a Dios (Ex 3, 14; Is 42, 8), pues entre el nombre de Dios y el mismo Dios hay una identidad absoluta (Ex 23, 31; Dt 12, 11). Moisés quiere saber cómo es Dios y le pregunta por su nombre. Y Dios le dice: “Yo soy Yahvé, el que es, el que soy” (Ex 3,14), el fiel, siempre el mismo.
El supremo deseo para un israelita era perpetuar su nombre: “...júrame por el Señor que no aniquilarás mi descendencia, que no borrarás mi apellido” (1 Sam 24, 22). Y como contraste, cuando pide a Dios la derrota de sus enemigos le pide que extermine su nombre de la tierra: “entregará a sus reyes en tu poder, y tu harás desaparecer su nombre bajo el cielo” (Dt 7, 24).
Cuando una persona es elegida por una misión nueva, recibe un nombre nuevo en función de la etapa de vida que comienza: Abrán se llamará Abraham (= “padre de muchos pueblos”, Gen 17, 5); Saray se llamará Sara (= “princesa”, porque será madre de reyes, Gen 17, 16); Simón se llamará Pedro (= “piedra”, porque será fundamento de la Iglesia, Mt 16, 8),
La prohibición de usar ¡el nombre de Dios en vano”, los rabinos la interpretaron de todo uso superfluo del Nombre en la vida privada, en las relaciones sociales y en la misma lectura y oraciones privadas o colectivas. A partir del siglo III a. C. Ya no se pronuncia el
nombre sagrado de Yahvé; el hacerlo se consideraba una profanación. Yahvé se reemplaza por Adonai (= “mi Señor”). Esto dio origen a una serie ce circunlocuciones sustitutivas del nombre de Yahvé; la más frecuente fue la “Palabra”, pero la más profunda fue el “Nombre”. Era una manifestación de la identidad del Nombre y la Persona de Yahvé.
II.- SANTIFICADO SEA TU NOMBRE
Esta afirmación equivale a decir: Padre, es urgente que todos te conozcan como Dios. Muéstrate a todos los hombres para que acepten entrar en tu Reino y Tú puedes realizar en todos tu voluntad de salvación. El deseo de que Dios-Padre sea grande y glorioso se antepone a todas las demás peticiones. Santificar el Nombre del Padre es reconocer y venerar al Padre en su soberanía divina y en su bondad paternal. El proyecto de Jesús al venir al mundo fue ese: “he dado a conocer tu nombre a aquellos que tú me diste de entre el mundo” (Jn 17, 6).
III.- EL HOMBRE SANTIFICADOR DEL “NOMBRE”.-
Santificar el Nombre de Dios es también obra de los hombres. Lo podemos hacer de varias maneras:
1ª.- Reconociendo la santidad del Nombre.- Santificar el Nombre
es reconocer a Dios como creador del mundo y Señor de la historia; reconocerle
y acatarle como el único Señor soberano, cumpliendo el primer mandamiento de la
Ley de Dios y reconociendo el derecho de Dios a ser el “Único”, con un
derecho
absoluto, constitutivo de la misma esencia de Dios; derecho, por eso mismo,
sagrado e irrenunciable.
El hombre no se puede construir
otros dioses, porque ésos no son dioses sino ídolos. Y es muy peligroso para el
hombre caer en ese error o estar encadenado por esos falsos dioses del dinero,
del consumismo, de la vanidad, del placer, del sexo, etc..
2ª.- Santificándonos
nosotros mismos.- Pronunciar el Nombre santo debe hacerse del modo más
santo posible. Si el Padre es santo, los hijos debemos también serlo (Lev 189,
2). No se trata de que nosotros le santifiquemos a Él, sino de que Él nos
santifique a nosotros: lo cual se pide para que sea venerado como santo por
todos los hombres. "Santificado” no quiere decir que sea santificado Dios,
como si nuestra petición pudiera añadir algo a su santidad. Nada de eso. Más
bien, que sea santificado en nosotros para que también a nosotros llegue su
santidad. “El primero de todos los bienes es que el Nombre de Dios sea
glorificado a través de mi vida” (S. Gregorio Niseno).
3ª.- Alabándole
y adorándole.- La creación entera es una alabanza continua al
Señor (Sal 148). Santificarle es verle en todas las cosas (Is 29, 23) y
practicar la oración de alabanza (Sal 103, 1). La primera obligación del hombre
es alabar a Dios, pues para eso ha sido creado, para ese primordial quehacer
religioso (Sal 113, 1-3).
Los Salmos constituyen un rosario de invitaciones a
bendecir, alabar y glorificar el Nombre del Señor (Sal 106, 8; 121, 8; etc.)
Por Francisco Pellicer Valero
Fotografía Mª del Carmen Feliu Aguilella
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