El
Salterio es la respuesta del hombre a Dios.
A
lo largo de la Biblia vemos que es Dios quien habla, quien toma la iniciativa
constantemente y se dirige al hombre a través de sus intervenciones salvíficas
en la Historia y así mismo por medio de sus enviados y profetas.
En
el Salterio encontramos que es el hombre el que, aparentemente, toma la palabra
y, como en toda oración, es Dios quien inspira esa palabra, quien la pone en el
corazón. No obstante, el hombre es el protagonista que, ante la actuación de
Dios, le alaba, se lamenta o canta una acción de gracias impregnando el salmo
de sus sentimientos.
En
las lamentaciones, la parte más importante es la súplica propiamente dicha, en
que el salmista dirige su petición a Dios, expresando con gran fuerza y
vehemencia su situación extrema ya que el salmista se enfrenta a una terrible
desgracia o enfermedad que terminará con la muerte inminente. La muerte, sin
una esperanza de vida eterna, era para el judío terrible por lo definitivo y
más porque desaparecerá de este mundo donde todavía Dios le podía ayudar.
Por
esto, le increpa a que salve a “su fiel” con urgencia desmesurada y sobre todo
con fórmulas antropomórficas: sálvame, escúchame o ¿qué ganas con mi muerte, con
que baje a la fosa?
El
Salmo 51 es una lamentación individual o salmo de súplica, en el que el
salmista confiesa su pecado en un acto penitencial y expresa su confianza en
Dios y en la misericordia divina.
Este
salmo se considera como segunda parte del precedente, en que Dios interpela y
acusa a su pueblo de abandonar sus mandatos y le asegura que el mejor
sacrificio que puede ofrecerle es una conversión interior sincera (recordemos
también a Oseas 6:6 “Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y
conocimiento de Dios más que holocaustos”).
De
este modo, en un análisis principalmente teológico, el Salmo 50 sería la
acusación que Dios hace del delito, mientras que el 51 relataría la confesión
del pecador en una exposición de un corazón humilde y contrito, por momentos
desgarradora pero que al mismo tiempo espera en la misericordia de Dios y no en
una sentencia condenatoria: “No quiero la muerte del
pecador, sino que se convierta y
viva.” dice en Ez 18, 23, y por último, el perdón posterior haciendo de estos salmos las
dos partes de una liturgia penitencial en que Dios no actúa como juez sino como
parte ofendida. Los dos salmos resultan de esta forma como las alegaciones
presentadas en un proceso judicial, que siguen un eje teológico.
En
la estructura de este tipo de salmos se repiten unas características comunes
que llamaremos elementos integrantes.
1.
El primero de ellos es la invocación
del nombre de Dios. La invocación se encuentra fundamentalmente, al principio
del salmo y mediante ella el salmista entra en contacto con Dios e inicia su
oración. Sin embargo, el nombre de Dios no aparece exclusivamente al principio
sino que se repite a lo largo del salmo, reforzando la súplica, ya que, a
diferencia de otros pueblos, el israelita, el que invoca el nombre de Yahveh,
sabe que puede esperar en la ayuda y el concurso suyo.
El
nombre, entre los antiguos semitas no era solamente el elemento que designa o
distingue a sus portadores de otros, sino que es su misma esencia y contiene,
en el caso de Dios, la fuerza salvífica, la fortaleza que transmite al pueblo
que le invoca.
En
el primer versículo el salmista o penitente invoca el nombre divino apelando a
su misericordia, pidiendo la salvación y reconociéndose culpable. En este
versículo del salmo de la misericordia se halla resumida toda la intención del
mismo como veremos más tarde.
La
invocación aparece de nuevo en el versículo 12: “Oh Dios, crea en mí un corazón
puro”; junto a la nueva petición, la purificación interior.
El
versículo 16: El lamento se agudiza, hay dolor e impaciencia en las palabras:
“Líbrame de la sangre, oh Dios; Dios, Salvador mío”, hasta tal punto que la
invocación del nombre de Dios se repite por tercera vez, utilizando su atributo
salvífico.
Más
tarde en el versículo 17: “Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará
tu alabanza.”y en el 20: “Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye
las murallas de Jerusalén”, el orante invoca de nuevo al Señor para expresar su
futura acción de gracias y la esperanza de la renovación del culto en Jerusalén
en lo que se ha creído una adición posterior al destierro.
2.
El segundo elemento integrante de la lamentación es la narración de la situación del salmista, en la que éste expresa lo
que le preocupa, el sufrimiento que le atormenta. Esta parte de la oración
sálmica es la que generalmente reviste mayor dramatismo ya que el salmista
describe su situación con verdadera desesperación, como quien ha llegado al
final, para así mover a Dios a escucharle y a intervenir con premura a su
favor.
En
este salmo 51, el lamento es de “un corazón quebrantado y humillado” (versículo
19), que es consciente de su pecado, de su condición de pecador.
El
salmista está realmente obsesionado, por ello después de pedir que Dios limpie
su pecado, vuelve a reconocerse culpable, no puede apartarlo de su mente:
“tengo siempre presente mi pecado” (versículo 5).
Es
más, sabe que su falta, en cualquier orden en que se haya cometido, es una
ruptura con Dios ya que El es el establecedor de toda Ley, de todo orden, así
la transgresión es un pecado contra Dios. Ante El resulta culpable y aunque
añada: “En la sentencia tendrás razón”, al apelar a la justicia divina está
reclamando la misericordia y el perdón.
En el
versículo 7: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.” se
reconoce atrapado por el pecado desde su origen, sin libertad ante él, sin
fuerza para combatirlo.
Reconoce
con humildad su impotencia ante su condición pecadora, de ahí que en los
siguientes versículos espere de Dios aquello que sólo su bondad puede darle. El
orante es sólo un hombre, sin capacidad para apartarse del pecado, pero lo
desea con sinceridad. La conversión del hombre se realiza a nivel interno por
lo que asegura: “En mi interior me inculcas sabiduría”, significando que le ha
hecho capaz de concienciar su pecado y ese reconocimiento le impulsa a la
conversión.
La
transformación que pide a Dios que se lleve a cabo en su interior es la
purificación que hace nacer a un hombre nuevo, no al que sabe de su debilidad y
volverá a caer en el cieno del pecado. Se prepara ya a la futura alegría y pide
dócilmente ser lavado, que Dios le limpie su mancha que le aparta de El. Cuando
Dios no contemple su pecado habrá sido exculpado.
3.
Con estas peticiones llegamos al tercer
elemento formal de estos salmos, la súplica
propiamente dicha.
En
la súplica el orante pide la gracia, el perdón, con tal fuerza en ocasiones,
que llega a personificar a Dios, se dirige a El con vehemencia para asegurarse
la intervención divina.
Esta
es la parte más hermosa de estos salmos, porque en esas peticiones, el hombre
pone de relieve, como veíamos antes, su debilidad y su impotencia, y reconoce
que solamente Dios puede actuar eficazmente.
En
este salmo en que se canta la misericordia divina, el penitente pide a Dios que
realice en él todo el proceso de liberación del pecado que lo aparta de su seno
y anticipa ya la alegría que la paz interior le traerá.
Después
de la petición de los versículos 9
a 11: “Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame:
quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren
los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.”,
redobla su súplica con fuerza; invocando de nuevo el nombre de Dios, suplica
que, efectivamente, se le dé un corazón nuevo, mediante la renovación interior,
la re-creación interna. Este espíritu renovado le permitirá no ser apartado de
la comunidad de la que le alejaba el pecado. El fiel culpable comprende el
peligro de ser arrojado “lejos de tu rostro” (versículo 13).
Mantenerse
en la presencia de Dios es su objetivo y su necesidad, le provoca la alegría
suficiente como para corres a contar a los demás su experiencia: él había
pecado, pero el Señor no le abandonó sino que le perdona y él agradecido
mostrará los mandatos del Señor a sus semejantes para que puedan acogerse a la
misericordia divina.
De
nuevo surge la súplica: “Líbrame de la sangre...”, porque el delito sigue
todavía en la memoria del penitente y el pecado cometido le impide la alabanza,
la liberación de su culpa le permitirá sin embargo, ensanchar su corazón y
cantar la justicia divina y su alabanza.
Acabamos
de reconocer los atributos divinos que permiten al autor confiar en el Señor y
en su perdón en el caso de este salmo.
El
salmista espera y confía en la ayuda divina por su misericordia, por su bondad
(ya desde el versículo 3: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu
inmensa compasión borra mi culpa;”) y por su justicia. En su confianza, el
salmista sabe que no será despreciado, abandonado. Pero su penitencia es el
propio quebranto de su espíritu, saberse culpable. Reconoce con humildad que
esa bondad y misericordia que alaba en Dios es lo único con fuerza capaz de
salvarle. En su contrición y su petición de limpieza de corazón, su esperanza
en la creación de un espíritu nuevo lo que atrae esa salvación por encima del
culto sacrificial y de las ceremonias de expiación rituales. El sacrificio es
su propio remordimiento que le corroe.
Tras
la necesaria confesión, este careo entre
el hombre pecador y Dios pasa a la fase de la gracia, a la fase
curativa:
“En
efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el
horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente,
eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de
su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo
y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe
límpida y de un culto agradable a Dios.” (Catequesis Juan Pablo II).
Ahora
la experiencia del pecador arrepentido le lleva a saborear la esperanza y la
“alegría de la salvación” y ante esta alegría se siente impelido a hacer
partícipe a toda la comunidad de su liberación del pecado y de su
transformación. Sale a buscar a sus conciudadanos para anunciarles este tiempo
de gracia, algo que podríamos resumir en el versículo del Salmo 31:
“propuse:
“Confesaré al Señor mi culpa”,
y tú
perdonaste mi culpa y mi pecado.”
“El
cambio de tono que se observa entre la última lamentación y la plegaria y la
seguridad de la escucha supone en su origen un oráculo divino que ofrecía la
seguridad de que la plegaria había sido escuchada creando de este modo el
presupuesto psicológico para la
confianza.” (Gunkel).
Los
últimos versículos (el 20 y el 21:” Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios
rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos.”) son
seguramente añadidos después del
destierro para acoplar el acto penitencial a la situación del pueblo elegido:
Israel ha sido llevado por sus pecados al destierro (“lejos de tu rostro”), con
el que se le priva del Templo, morada de Dios, y lugar de su culto y de la
liturgia. Durante el destierro (“en mi interior me inculcas sabiduría”) ha
tenido tiempo para recapacitar sobre su situación pecadora y reconciliarse con
Dios. Así volverá a la Tierra Prometida, a la Ciudad Santa (“al rostro de
Dios”), y reconstruyendo sus murallas (“su amistad”) volverá a sacrificar para
El, volverá a la alabanza y a la acción de gracias.
5.
Cristianización y actualización del Salmo 51
Cristo
hace, según vemos en el Evangelio, suyos los salmos, como oración, como
alabanza. Por el hecho de haber asumido el pecado de la Humanidad, se convierte
en mediador de una Nueva Alianza, de la nueva creación.
Por
la fe en Cristo permanecemos en la Alianza; al transgredir la Ley de Dios
precisamos de un medio de reconciliación que es Cristo y, en su lugar, la
Iglesia; para dicha reconciliación es preciso seguir paso a paso la dinámica
del salmo 51: tras la concienciación y confesión del pecado, viene la petición
de renovación interior, la conversión. El pecado es perdonado por la
misericordia divina en base al sacrificio expiatorio de Cristo, no por los
méritos del hombre, es decir, por la bondad de Dios como veíamos enunciado en
el versículo 3. Pero la reconciliación definitiva exige la renovación del
hombre interiormente a la luz de la enseñanza de Cristo.
La
reconciliación como continua renovación de la Alianza, no pierde actualidad. La
palabra de Cristo sigue viva en el Evangelio, en la Liturgia y, la Iglesia
sigue los pasos del salmo penitencial para realizar su misión/interpelación
mediadora de lo que Pablo llama creación nueva, aplicando en nombre de Cristo
los sacramentos propios de la reconciliación con Dios: el Bautismo, el
sacramento de la Penitencia, y hasta en la hora de la muerte y la enfermedad,
la Unción.
La
Iglesia es esa mediadora: el cristiano al que el pecado ha llevado a la ruptura
de la comunión plena con la Iglesia, ha de reencontrar esa comunión mediante el
acto penitencial que le reconcilia con la Comunidad y a través de ella con
Dios.
Por
otro lado, en la actualidad el sentimiento del hombre permanece siempre el
mismo: el pecador siente vergüenza y horror por su pecado, se obsesiona creando
sus complejos de culpabilidad. Pero el don de la misericordia divina es y será
siempre gratuito, por tanto, un estímulo para cambiar ese sentimiento por la
humildad y la confianza en Dios.
La
liberación del pecado por la bondad y la misericordia da el resultado de una
confianza del pecador en el Padre. El triste lamento penitencial termina
convertido en un canto de júbilo y alabanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario