El Papa Pío IX, en 1 de febrero de 1849
y desde su destierro en Gaeta, dirigió al episcopado mundial una Encíclica
pidiendo los dictámenes y pareceres de los obispos y teólogos en torno a la
cuestión, antes tan discutida, de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios.
Las respuestas habían llegado en número de 603, y de ellas 546 pedían la
definición dogmática favorable; el resto vacilaba sobre la cuestión de
oportunidad. En diciembre de 1854
llamó Pío IX a Roma a los obispos de la cristiandad, no para reunirse en
asamblea conciliar sino para asistirle en el último examen de la cuestión y en
la augusta ceremonia de la definición solemne. Más de 200 prelados pudieron
responder a su llamamiento, venidos de todos los países del mundo católico, a
excepción de Rusia, cuyos obispos fueron detenidos por el zar Nicolás. El 8 de Diciembre de ese mismo año de 1854
proclamó en presencia y entre los aplausos de tantos prelados, como dogma
revelado por Dios y obligatorio para todos los fieles, que la Madre de Dios no
había incurrido en el pecado original de nuestros primeros padres. La oposición
a esta definición dogmática fue casi nula: sólo Tomas Braun, sacerdote de la
diócesis de Passau, la reprobó y tuvo algunos partidarios que le apoyaron.
Menos de cuatro años después,
concretamente en 11 de febrero de 1858, comienzan las apariciones de la Virgen
a Bernardette Soubirous en la cueva de Massabielle que llegaron a un total de
18. En una de ellas y, a pregunta de la vidente, la Virgen se identifica así: “Yo
soy la Inmaculada Concepción”.
Durante la II Guerra Mundial, un
escritor austríaco de origen judío, Franz
Werfel, llegó a Lourdes con su esposa huyendo de los nazis. Allí tuvo
ocasión de tomar contacto con el ambiente religioso de la población durante
varias semanas entrando en contacto con la historia de los milagros y
apariciones de la Virgen que conocía muy superficialmente. Allí tuvo noticia
pormenorizada de la maravillosa historia de Bernardette y las milagrosas
curaciones de Lourdes.
Entonces hizo una promesa especial, a
pesar de su condición de no católico: si lograba huir y llegar a América, lo
primero que haría sería escribir un libro contando todas aquellas maravillas.
La providencia quiso que lo consiguiera
y, fiel a su palabra, escribió el interesante libro “La canción de
Bernardette”, cuyo prólogo firmó en mayo de 1941 en la ciudad de Los Angeles.
Citamos su impresionante testimonio
contenido en dicho prólogo, cuando contestaba a quienes le preguntaban sobre
Lourdes: “Todos los sucesos memorables que forman el tema de este libro han
ocurrido de verdad. Como su origen no data más que de ochenta años atrás,
actúan a la luz más clara de la historia; los hechos han sido confirmados por
los testimonios de amigos, enemigos y observadores objetivos. Mi narración nada
difiere de esta verdad.”
La Inmaculada Concepción, como también
se conoce a Nuestra Señora de Lourdes, es una de las advocaciones más hermosas
y emotivas de la Madre de Dios, enraizada en el fervor popular y que, desde la
Edad Media, ha sido piadosa tradición y motivo de inspiración casi obligado de
pintores y artistas en el mundo cristiano.
Uno no puede menos de pensar que Dios
quiso, con las apariciones de la Virgen y con esa personalísima advocación con
la que María se presentó a la vidente, confirmar esa tradición popular
tiernísima y la sobrenatural inspiración de aquel Papa, hoy ya beatificado, que
proclamó la limpieza sobrenatural de María desde el primer instante de su ser
natural para gozo y alegría de todo creyente, y que quiso hacerlo derramando
curaciones milagrosas y gracias innumerables de las que María fue y es
dispensadora misericordiosa.
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