LA ORACION DEL PADRE NUESTRO (VI)
NUESTRO
La segunda palabra de la
oración dominical es “NUESTRO”. Si leemos pausadamente esta oración nos daremos
cuenta en seguida que tanto la invocación como las peticiones no están en
singular, sino en plural: venga a nosotros tu Reino, danos el pan
de cada día, perdona nuestras ofensas, no nos metas en tentación
y líbranos del mal. Jesús nos enseñó de este modo que una oración filial
forzosamente había de ser fraternal, porque para ser hijos es necesario ser
hermanos. Si un hijo se separa de sus hermanos, si se retira de la comunidad,
se quita a si mismo la condición de hijo de Dios porque deja de parecerse a
Dios.
¿En qué nos parecemos los hombres a Dios? Veámoslo: En Dios
hay tres Personas que aman. Dios es una comunidad de personas. Y los hombres
han sido creados a imagen de Dios. No se es Padre de si solo. No se es Hijo de
si únicamente. Tampoco se es Espíritu de comunión y amor en si solo. En Dios
hay relaciones. Si dejamos de ser hermanos, si nos separamos unos de otros,
seríamos la imagen de un Dios solitario. La humanidad se une al rezar el Padre
Nuestro y se hace semejante a Aquél que la ha hecho a su imagen.
Si el hombre hubiese sido creado sólo, si no hubiese podido
decir “nosotros” - ¡Padre nuestro! -, no habría sido creado a imagen de Dios.
Desde el principio creó Dios al hombre y a la mujer. En pareja. Para que se
amasen.
Dios no se conformó sólo en amarnos, no se limitó a que
nosotros recibiéramos Su amor, sino que quiso que nos pareciésemos a Él y
concedió al hombre el don de poder amar, a Él y a los demás hombres. Aquel que
es amado sin amar es un indigente digno de compasión. S. Juan dice que quien no
ama, está muerto (1 Jn 3, 14). El que ama a los hermanos gratuitamente, sin
sentido de reciprocidad, recibiendo a cambio, frecuentemente, ingratitud e
indiferencia, participa de la suerte de Dios. Así ama Dios que “HACE QUE EL SOL
SALGA SOBRE BUENOS Y MALOS Y ENVÍA LA LLUVIA SOBRE JUSTOS E INJUSTOS” (Mt 5,
45). De este modo puede el hombre amar “como Dios”.
Antes de comulgar con el Cuerpo de Cristo, está prescrita la
reconciliación con el prójimo (Mt 5, 22-23). Hay que comenzar a ser hermanos si
queremos ser hijos y hay que volver a ser hijos si queremos ser hermanos. Es
imprescindible no separar nunca estos dos aspectos esenciales de nuestra vida
cristiana.
El drama de nuestra época es que quiere una hermandad sin
Padre. Pero es más dramático aún ver a los que llamándose cristianos, quieren
una paternidad sin hermandad. Quieren ser hijos del Padre sin ser hermanos de
otros hijos. No es culpa suya si los incrédulos se equivocan, porque no están
instruidos religiosamente, pero no se comprende esto en los cristianos que
rezan continuamente el Padre NUESTRO.
Es tan grande la paternidad de Dios que no dudamos en
renunciar a toda obra que no sea la de Él. Y es que Dios no nos ha llevado en
sus entrañas durante nueve meses, sino que, como al Hijo, salvadas las
distancias, nos ha engendrado según afirma San Agustín, desde toda la
eternidad.
Pero nuestra alegría aun sube puntos al encontrar que el
Hermano mayor no siente ningún recelo por nuestra presencia en la casa del
Padre, antes bien, descubrimos que no ha querido ser Hijo único, sino que, a
pesar de Unigénito, no desdeña tener hermanos pequeños.
Más aún, este Hermano mayor se constituye en Abogado entre
el Padre y nosotros, no ya para que nada temamos, sino para enseñarnos a llamar
Abba a su Padre, sin confundir el “mío”, pero metiéndonos a todos en su
paternidad.
¿Quién nos ha enseñado todas estas cosas? No cabe ninguna
duda que es el Espíritu Santo, enviado por el Padre, según San Juan (Jn 14, 26)
que “de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo (de la Iglesia), que
su operación pudo ser comparada por los
Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o alma, en
el cuerpo humano” (Constitución sobre la Iglesia, del Vaticano II, nº 7).
Por Francisco Pellicer Valero
Foto: Mª del Carmen Feliu Aguilella