MIRYAM
– MUJER DE ESPERANZA
Reflexión
para el Simposio CIB
Hermana
Judith Ann Heble, OSB, Moderadora
8 de
septiembre de 2010
Es sumamente
apropiado que este Simposio CIB 2010 se inaugure en la Solemnidad de la
Natividad de María. Es además el 51° aniversario de mi ingreso a mi comunidad.
Que María, mujer de esperanza, nos acompañe en los días de este Simposio.
Debo primero
confesar que no siempre tuve una profunda devoción a María. Sólo cuando visité
el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Ciudad de Méjico en diciembre de
1991 comencé a valorar y amar y honrar a María.
Quisiera
contar la historia de María – una MUJER DE ESPERANZA- como resultado de mis reflexiones sobre
algunos conocidos pasajes de la Escritura a lo largo de este año. Seguiré básicamente el relato deI Evangelio
según Lucas, aunque verán que también he basado algunas reflexiones en los
otros Evangelios e incluso de los Hechos de los Apóstoles.
Será como
una especie de midrash cristiano
sobre la vida de María. Pero “esto no quiere decir que sea de menor importancia. El judaísmo nos enseña que midrash es lo que el corazón sabe que ha
ocurrido entre líneas en la escritura, lo
que la escritura no detalló: el temor de Noé, la confusión de Abraham, el
júbilo de Miriam por el rescate de Moisés, la ansiedad de José, la
determinación de María, la presencia empática de Verónica. Todo ello vive
claramente en el corazón humano, la verdad para la cual no es necesaria ninguna
verdad.”
ANUNCIACIÓN Lc 1, 26-38
“¡MI ALMA PROCLAMA LA GRANDEZA DEL SEÑOR;
MI ESPÍRITU SE REGOCIJA EN DIOS MI SALVADOR!” (Lc 1, 46-47)
Mi nombre es
Miryam. Vivía con mis padres en una
casita en el norte de Israel, en Nazaret, un pueblo de Galilea. Un día, estaba
ocupada con las tareas de la casa, cuando de repente se me apareció algo que
parecía un ángel. Me tomó completamente por sorpresa. Nunca antes había visto
un ángel, a pesar de que había escuchado acerca de ellos a través de mis
reflexiones sobre las tradiciones de mis ancestros. El ángel me dijo:
"¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1, 28). Me perturbé profundamente y
temblaba de miedo. El ángel trató de tranquilizarme e incluso me llamó por mi
nombre: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido” (Lc 1, 30). ¿Cómo podía saber eso este extraño? Después
vino el inquietante mensaje. Verán, estaba comprometida con José, de la
casa de David. Nos casaríamos algún día,
pero aún faltaba mucho para la boda. El ángel dijo: “Concebirás y darás a luz
un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será
grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de
David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su
reino no tendrá fin" (Lc 1,
31-33)
Sacudí mi
cabeza con incredulidad. Mi vida,
aparentemente tranquila y ordinaria, estaba siendo alterada por el
mensaje del ángel. No entendía del todo lo que me acababa de
decir. ¿Iba a tener un hijo? Incluso su nombre, Jesús, ya había sido elegido.
Había
escuchado de la llegada del Mesías. En realidad, en nuestra familia, teníamos
grandes esperanzas por la llegada del Mesías, pero nunca soñamos que yo tendría algo que ver con eso, menos
aún ser elegida como la madre del Mesías. ¿Sería éste el Hijo de la Esperanza
que toda la creación anhelaba?
¡Mi corazón
latía con fuerza! Respirando hondo, tome todo el coraje que pude encontrar en
mí y le pregunté al ángel: “¿Cómo puede ser esto, si yo no tengo relaciones con
ningún hombre?” (Lc 1, 34). Era
virgen, y esperaba serlo hasta mi casamiento oficial con José.
Entonces el
ángel me dijo algo mucho más sorprendente. “El
Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). Podía sentir un nudo en mi
garganta, una opresión en mi pecho. Deseaba que mi madre, mi padre, - incluso
José-, apareciesen. Ahí estaba yo sola,
tratando de asimilar este anuncio sorprendente.
Entonces el
ángel me dijo algo maravilloso acerca de mi anciana prima Isabel. “También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su
vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios" (Lc 1, 36-37). ¡Vaya! ¡Era demasiado! Yo, que era virgen iba a tener
un hijo del Espíritu Santo. Isabel, anciana y sobrepasando la edad fértil, ¡ya
estaba embarazada de seis meses!
¡No sabía
qué decir! Mientras meditaba estas cosas
en mi corazón, pensaba lo que mis padres me habían enseñado acerca de los
caminos de Dios, acerca de querer hacer siempre la voluntad de Dios, acerca de
la inconmovible esperanza en Dios sin importar lo que me pidiera. Solamente me
senté en un profundo silencio, mi cabeza en mis manos, mi corazón latiendo con
fuerza. ¿Estaba “dispuesta a seguir a Dios sin importar en qué, incluso cuando
el camino está marcado por la confusión, la oscuridad o por resultados menos
que deseables?” ¿Podría ser yo una mujer de esperanza sin
importar lo que se me pedía?
De repente,
me sobrevino una gran calma y dije suavemente y con reverencia: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que
has dicho" (Lc 1,
38) ‘¡Sí!’ ‘Sí’ a lo que me estás pidiendo. ‘Sí’ al plan de Dios en mi vida – ¡incluso si
no lo comprendo del todo! ¡‘Sí’, ‘sí’,
‘sí’! Cuando levanté la vista, el ángel
se había ido.
EL NACIMIENTO DE JESÚS Mt 1, 18-25
Tenía que
hablar con José. Cuando lo encontré, descubrí que algo misterioso le había
ocurrido a él también. José era un hombre bueno y recto. Se había enterado de que yo
estaba embarazada y se había sentido muy perturbado por la noticia. Dijo que no
estaba dispuesto a denunciarme ante la ley, y decidió divorciarse de mí en
secreto.
Ésa era su intención cuando de repente el ángel del Señor se le
apareció en un sueño y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María,
tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu
Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él
salvará a su Pueblo de todos sus pecados". (Mt 1, 20-21)
José me
contó que cuando se despertó él también respondió “sí”. Me dijo que estaba
dispuesto a llevarme a su hogar como su esposa. Qué hombre tan, tan querido.
Estaba dispuesta a casarme con él y a tenerlo por esposo. Aunque el niño que yo
tendría no era de él, sabía que él sería un padre adoptivo maravilloso. ¿Sabíamos
realmente lo que estaba pasando? Esperábamos que aquello que ambos habíamos
aceptado fuera bueno para nosotros. No teníamos idea de lo que el nacimiento de
este niño significaría para nosotros o para el mundo en esa época o para
siempre.
VISITACIÓN Lc 1, 39-80
Le conté a
José Ias noticias de Isabel y le dije que yo necesitaba ir a Ain Karim,
“escondida en las escarpadas colinas al oeste de Jerusalén”
para visitarla y ayudarla. Su esposo, Zacarías, era también anciano.
¡Seguramente mucho no podía ayudar!
José me
ayudó a prepararme para el viaje. Iba a ser largo y difícil, alrededor de 75
millas o 120 kilómetros en un terreno difícil. José me despidió y me ayudó a
subir al burro. Sostuvo mi mano muy fuerte. Nos mirarnos a los ojos, nos despedimos
y me sonrió con ternura. Yo iba a extrañar compartir el crecimiento del bebé en
mi seno. Extrañaría su trato amoroso y comprensivo.
Durante el
viaje, me preguntaba qué pensaría
Isabel. ¿Cómo se sentía? Cuando llegué al hogar de Zacarías e Isabel, entré en
la casa y la saludé. Nos abrazamos tiernamente. Ambas sabíamos que había algo
diferente en cada una. Esta visita sería “misterio de completa alegría.” Cuando saludé a Isabel, el bebé en su seno
saltó, y ella tocó su abultado vientre. El rostro de Isabel resplandecía. Sabía
que estaba repleta de una alegría indescriptible. Podía darme cuenta por el
brillo de su rostro que era algo de otro mundo –incluso algo divino. ¿Podría
ser la presencia del Espíritu Santo?
Me mantuvo
abrazada. Isabel sabía que yo, su joven prima, llevaba al Prometido que su
gente añoraba. Gritó en alta voz: "¡Tú eres bendita
entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!” (Lc 1, 42) ¿Cómo sabía que yo estaba
embarazada? Entonces me dijo: “¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor
venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno” (Lc 1, 43-44).
Siempre
había sabido que Zacarías e Isabel eran gente de gran fe. Sabía que esperaban
la llegada del Mesías, el Salvador del mundo. Sabía por qué no tenían hijos:
Isabel era estéril y ambos eran ahora “adultos mayores”, avanzados en años y
les era imposible tener hijos.
Entonces
Isabel, con profunda humildad, ante mí, su joven pariente, dijo: “Feliz de ti
por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1, 45).
Aquello me
conmovió profundamente. Nos abrazamos de nuevo y acariciamos el vientre fecundo
una de la otra. Lloramos, reímos, nos maravillamos, esperamos. Todo lo que pude
hacer a continuación fue orar con un cántico que había aprendido en mi
tradición, de Ana, otra mujer que había esperado en el Señor, y que había dado
a luz un hijo, Samuel. Usé sus palabras
"¡Mi
alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,
mi Salvador!”(Lc 1, 46-47)
Permanecí en
Ain Karim con Isabel tres meses. Hablamos de muchas cosas. Iba a llamar Juan a
su hijo. Yo llamaría al mío Jesús. Nos preguntábamos cómo crecerían y si alguna
vez se verían, dada la distancia en la que vivíamos una de la otra. ¿Se
llevarían bien? Isabel me hablaba de tener fe y confianza incluso en los más
grandes momentos de duda y dolor. Me
dijo que nunca perdiera la esperanza en la misericordia y fidelidad de Dios.
Rezábamos y cantábamos salmos juntas. Alabábamos al Dios de Abrahám y Sara,
Isaac y Rebeca, Jacob y Raquel. Porque Dios estaba cumpliendo sus promesas a su
pueblo.
Todos los
días por tres meses me preparé para el nacimiento de nuestros hijos. Me
convertí en ama de casa, cocinera y ayudante, mientras las dos tejíamos e
hilábamos
preguntándonos y esperando. Juntas
compartíamos profunda y completamente la historia de las actividades de Dios en
nuestras vidas. Nos dábamos mutuamente fuerza mientras reflexionábamos acerca
del cumplimiento de lo que Dios nos pedía. Yo tenía experiencia de primera mano acerca
de cómo me vería entre el sexto y el noveno mes de mi embarazo. Me maravillaba de lo hermosa que estaba
Isabel –una anciana grande y pesada con la nueva vida que llevaba en su
vientre. Estos días, semanas y meses juntas “estuvieron llenos de una alegría
compartida que está más allá de toda descripción.”
Cuando
regresé a cada, José se sintió feliz de verme. Me abrazó y me besó y me sostuvo
en sus brazos por un largo rato. Me hizo entrar y me dio algo de comer. Le
conté sobre mi estadía con Isabel y que ella me había dicho que yo era bendita
entre las mujeres. Hablamos de cómo nos prepararíamos para el nacimiento del
bebé. ¡Deseábamos tanto que todo resultara bien en los últimos meses de mi
embarazo!
LA NAVIDAD Lc 2, 1-20
Entonces, de
repente, todo se dio vuelta. “En aquella época apareció un decreto del
emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.” (Lc 2, 1). Habría un censo. Cada uno
debía ir a su propia ciudad a censarse. Como José era de la casa y la familia
de David, deberíamos hacer el largo viaje de Nazaret a Belén en Judea. El viaje
sería de alrededor de 86 millas o 136 kilómetros. Por mi condición, nos
llevaría una semana. Esa noche, empaqué algunas cosas para José y para mí, y
algunas cosas para el caso de que naciera mi bebé.
Temprano, a
la mañana siguiente, partimos para Belén. Estaba embarazada de nueve meses, y
montar en burro esa distancia resultó muy duro para mi cuerpo. Esperaba llegar
sin dar a luz en el camino. José era muy atento. Tomaba mi mano y caminaba
junto al burro, dándome seguridad con su presencia y amor.
Luego de
muchos días llegamos a Belén. Golpeamos varias puertas buscando alojamiento,
pero no encontramos ni un lugar por la cantidad de gente que había ido a Belén
por el censo. Encontramos un lugar vacío – una especie de refugio para
animales. Tendría que bastarnos al menos por la noche. Quizás al otro día,
cuando hubiera luz, podríamos encontrar un sitio mejor.
Dios tenía
otros planes. No habría más esperas. Mientras estábamos ahí, me llegó el tiempo
de tener a mi bebé, y di a luz a mi primogénito.
No fue un
parto difícil, y no llevó mucho tiempo. José estuvo a mi lado, respirando y
pujando conmigo. Tan amoroso. Era también su primera experiencia en un nacimiento.
Estaba segura de que iba a ser un buen “padre adoptivo para mi hijo y un esposo
fiel para mí. Envolví a mi bebé en pañales y lo acosté en un pesebre, una
especie de comedero para animales.
José y yo
pasamos la noche deleitándonos en el bebé, tan pequeño, tan frágil, tan
vulnerable. José lo alzaba y caminaba con él, con una sonrisa en su rostro,
enamorado del niño. Alcé al bebé y le di el pecho. ¡Tan precioso! ¡Qué milagro!
¡Qué sacramento de Esperanza! ¡Y yo era el ministro!
De repente,
escuchamos unas voces afuera de la caverna. ¿Podía ser que fueran los dueños,
para decirnos que estábamos invadiendo su lugar? ¿A dónde iríamos con un recién
nacido? Cuando José fue a ver quién era, irrumpió un grupo muy excitado de
pastores. Se arrodillaron frente a mí mientras sostenía a mi bebé en
brazos. Sin aliento, nos contaron
que “se les apareció el Ángel del Señor
y la gloria del Señor los envolvió con su luz" (Lc 2, 9). Muy excitados, e interrumpiéndose mutuamente, nos
contaron que el ángel les había dicho: "No teman, porque les traigo una
buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la
ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. (Lc 2, 10-11). El ángel también les dijo
dónde encontrarnos y que se les daría esta señal: “Encontrarán a un niño recién
nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2, 12). Salvador, Mesías, Señor – títulos tan profundos para mi
niñito. ¿Qué podía significar todo esto?
Con sonrisas
en sus rostros, algunos sin dientes, sucios y oliendo como sus rebaños, se
retiraron, inclinándose y dejando el espacio donde nos alojábamos.
Cuando
quedamos tranquilos los dos, José y yo hablamos de la visita de los pastores.
Nos preguntamos acerca de ellos, cuáles serían sus nombres, cómo serían sus
familias, si los volveríamos a ver. Esperábamos que fueran felices y exitosos
como pastores, y que pudieran proveer para sus familias.
Yo guardaba
todas estas cosas, meditándolas en mi corazón. Compartía mi gozo con José. Él
también estaba rebosante de alegría, y reflexionaba sobre estas cosas en su
corazón. ¿Cómo sería nuestro futuro
juntos? De nuestros antepasados habíamos aprendido a nunca dejar de ESPERAR.
Nos alentábamos mutuamente en esta seguridad.
Después de
ocho días, de acuerdo con la Torá, circuncidamos al bebé y lo llamamos Jesús.
LA PRESENTACIÓN (Lc 2, 22-40)
Cuando llegó
el día fijado, llevamos a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor. Puesto
que no éramos pudientes, ofrecimos un par de palomas. Había en el Templo un hombre
llamado Simeón que era justo y piadoso. La gente decía que esperaba al Mesías,
y que el Espíritu Santo estaba en él. La gente decía que “el Espíritu Santo le
había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor” (Lc 2, 26). Cuando llegamos al templo con
Jesús para realizar lo que prescribía la ley, Simeón “lo tomó en sus brazos y
alabó a Dios” (Lc 2, 28) y giró por
el santuario, mirando al niño en sus brazos, recitando una y otra vez “¡Bendito
eres, Señor, nuestro Dios; tu amor permanece para siempre!” (Sal 136, 1). Tenía una expresión de gran
felicidad en su rostro. Cuando me
devolvió a Jesús, me dijo que él ya podía morir, porque había visto la
salvación con sus propios ojos. Simeón
bendijo a José, a Jesús y a mí, y nos dijo que el niño estaba destinado a ser
la caída y la elevación de muchos en Israel, y que sería un signo de
contradicción. José y yo no sólo
estábamos maravillados de lo que se decía de Jesús, sino que ciertamente no
entendíamos el mensaje. Luego Simeón se me acercó y mirándome directamente a
los ojos, dijo: “Y a ti misma una espada te atravesará el corazón” (Lc 2, 35). ¿De qué estaba hablando? Por
la seriedad de su expresión, podía darme cuenta de que no era un mensaje
feliz.
Ana, una
anciana profetisa, también estaba en el templo.
La gente
decía que era una mujer santa que nunca dejaba el Templo, sino que adoraba
noche y día con ayunos y oraciones. Se acercó a nosotros, con una sonrisa sin
dientes, y uniendo sus manos, agradeció a Dios. Repetía: “Bendito eres, Señor,
nuestro Dios; tu amor permanece para siempre” (Sal 136, 1). Era un encanto, y me pidió alzar a mi bebé. Tomó a
Jesús en sus brazos y lo apretó y besó como lo haría una abuela, y danzó
alrededor del Templo con él. ¡Ahí estaba esa anciana pequeña y extraña, encantada
de tener a Jesús en brazos. Volviéndose
y señalando al niño en mis brazos, exclamó: “¡Es el Mesías!”
Cuando
hubimos cumplido todas las prescripciones de la ley del Señor, José y yo
hicimos el largo viaje de vuelta a Galilea, a nuestro hogar en Nazaret.
Conservaba todas estas cosas en mi corazón, meditándolas, preguntándome qué
sería de nosotros. Solamente podía orar,
"Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,
mi Salvador!” (Lc 1, 46-47)
De vuelta en
Nazaret, Jesús “iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia
de Dios estaba con él” (Lc 2,
40)
EL NIÑO
JESÚS EN EL TEMPLO (Lc 2, 41-52)
José y yo
empezamos a experimentar un despertar en Jesús con respecto a la dirección de
su vida. Estaba creciendo más
rápidamente de lo que nos hubiera gustado.
“Cuando Jesús tenía como doce años, cerca de la edad en la que un
muchacho alcanza oficialmente la madurez (celebrada hoy en la ceremonia judía
del bar mitzvah),”
hizo algo que nos sorprendió a ambos. No entendíamos del todo qué
planeaba.
Cada año
íbamos a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. ¡Qué celebración más gloriosa!
Iban tantos de nuestros parientes y amigos. Era bueno ver a cada uno y viajar
juntos para la fiesta. Era como una gran reunión familiar. Cuando terminaban
las festividades, todos partíamos de la ciudad. Esta vez en particular, no
sabíamos que Jesús se había quedado rezagado. Pensábamos que estaba en la
caravana de nuestros parientes y amigos que dejaban la ciudad.
Después de
un día de viaje, José y yo comenzamos a preguntar si lo habían visto. Con gran
preocupación, volvimos a Jerusalén a buscarlo. Después de tres días lo
encontramos en el templo, sentado entre los maestros, escuchándolos y
haciéndoles preguntas. Averigüé con los maestros del templo qué estaba pasando.
Me dijeron que estaban “asombrados de la profundidad de comprensión que las
preguntas y respuestas de Jesús revelaban.” “No era el nivel de compromiso que
los rabbís encontraban habitualmente en alguien tan joven”
Cuando lo
vi, me asombré y corrí hacia él, lo abracé con regocijo y alabando a Dios
porque lo habíamos encontrado. Le dije:
"Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te
buscábamos angustiados” (Lc 2,
48) Respondió de un modo que no
esperaba: "¿Por qué me buscaban?
¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?" (Lc 2, 49) No entendí bien lo que nos dijo. ¿Entendería
alguna vez? ¿Era esto lo que Simeón había querido decir cuando me anunció que
una espada atravesaría mi corazón? Sólo podía esperar que esto fuera lo peor
que debería soportar.
Nuestro amor
por Jesús debería “dejar espacio para que él siguiera el camino que finalmente
lo llevaría lejos de su hogar y su familia hacia su muerte no lejos de este mismo
Templo de Jerusalén.” José y yo vimos “que Jesús estaba comenzando
a moverse desde el círculo íntimo de nuestra familia hacia el del mundo” Igualmente, volvió con nosotros a Nazaret, “y
vivía sujeto a ellos” (Lc 2, 51). Yo conservaba
todas estas cosas en mi corazón, meditándolas una y otra vez. Esa noche, cuando
recé, puse el futuro de mi niño en las manos de Dios. Había tanto en mi hijo que era misterio. Me
dormí rezando:
"¡Mi
alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,
mi Salvador!”(Lc 1, 46-47)
EL BAUTISMO
DE JESÚS (Lc 3, 21-22)
Juan,
el hijo de Zacarías e Isabel, iba por toda la región del Jordán proclamando un
bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados. Era un joven fuerte
y hablaba bien. No temía anunciar cosas difíciles. La gente acudía en masa a él para ser
bautizada; incluso iban los recolectores de impuestos. Mucha gente se
preguntaba si Juan sería el Mesías.
Me enteré de
que Juan había bautizado también a Jesús. “Aun cuando Jesús no necesitaba
bautismo (una limpieza del pecado), agregó la presencia del Espíritu Santo al
agua.” ¡Le agregó acción! “De acuerdo al profeta Isaías, la ACCIÓN es
iluminar el mundo. La ACCIÓN es librar
al mundo de la ceguera. La ACCIÓN es
trabajar para liberar a tanta gente atrapada en sus prisiones de egoísmo y
falta de visión.”
LA TENTACIÓN DE JESÚS (Lc 4,
1-13)
Jesús volvió
del Jordán. Me daba cuenta de que tenía algo diferente. Parecía lleno del
Espíritu Santo. Me contó que sería conducido al desierto para hacer un retiro
para orar y ayunar por cuarenta días, según la tradición de nuestros antepasados,
Moisés y Elías. Yo esperaba que estos
fueran días de gracia para él. Se estaba preparando para tomar su propio curso
en la vida, pasando de ser el hijo de un carpintero a su identidad pública como
hijo de Dios.
Se fue al
desierto. Había un peso en mi corazón. Me preguntaba, como sólo puede hacerlo
una madre, si él estaría bien. El
desierto puede ser un lugar formidable. Es fácil desorientarse y perderse en el
desierto. No hay señales. No hay senderos claros, simplemente las mismas dunas
de arena y malezas. Como nuestros antepasados
que caminaron por el desierto durante cuarenta años, mi hijo encontraría a Dios
allí y debería discernir lo que le esperaba. Allí, Dios le hablaría. “Cuando Jesús volvió del desierto, sabía que
no había vuelta atrás. Sabía lo que debía hacer.” Luego me contó que este tiempo en el desierto fue el examen “del
Hijo de Dios” hecho por el diablo. El examen dice: “ Si eres el Hijo de Dios…”.
“Si eres el Hijo de Dios, llenarás tu vida de cosas que no necesitas.” “Si eres
el Hijo de Dios, te harás esclavo del poder y de los privilegios.” “Si eres el
Hijo de Dios, no entenderás la condición humana y culparás a Dios por cada
desastre y cada accidente”.
Yo le había
enseñado bien. Formado en el credo y la creatividad del Antiguo Testamento,
Jesús respondió a cada tentación que se le presentó. Estas tentaciones no lo vencieron, sino que
le dieron fuerzas para descubrir exactamente su postura ante cada cosa y para defender
sus valores más profundos. Sus opciones revelaban quién debía ser –y reforzaban
esa identidad. Esta experiencia del desierto iluminaba el
tipo de ministerio y liderazgo que abrazaría. Rechazaba un estilo fácil y falso
de liderazgo. No sería alguien que ofrecería gratificación instantánea, que
buscaría un poder político que todo lo abarca, o que deslumbraría a sus
seguidores con trucos baratos. En vez de eso, mostraría compasión, amabilidad,
humildad. Sería un líder-siervo. “Establecería un reino sanador sobre los
cuerpos enfermos, las mentes atormentadas y el cosmos convulsionado.”
EL MINISTERIO EN GALILEA (Lc
4, 14-22)
Jesús volvió
a Galilea y comenzó su ministerio. Tenía alrededor de 30 años.
Un sábado,
Jesús iba camino a la sinagoga. Fui con él y me senté atrás con las otras
mujeres. Se levantó para leer las Escrituras y le dieron el rollo del profeta
Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado
por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar
la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.” (Lc
4, 18-19) Entonces, dijo a todos los que
estaban reunidos allí: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que
acaban de oír” (Lc 4, 21). Qué
momento increíble fue el de aquel día en la sinagoga cuando Jesús hizo aquel
anuncio. Muchos hablaban muy bien de él
y estaban maravillados por las palabras que salían de su boca. Bueno, no todos.
Desde el principio de su ministerio, hubo quienes sospechaban de él. Trataron
de sacarlo y matarlo arrojándolo por un acantilado.
Escuchar
esto fue muy duro para mí. Me dolía el corazón. No podía entender por qué
algunos odiaban tanto a mi hijo. ¿Qué le iba a suceder? ¿Triunfarían sus
oponentes y lo destruirían? ¿Podía ser esto lo que Simeón quiso decir cuando me
dijo que una espada atravesaría mi corazón?
Jesús
comenzó a curar a aquellos que estaban poseídos y enfermos: leprosos, ciegos,
lisiados; incluso a dar vida a los muertos. No temía tocar a la gente con
ternura para aliviarlos de sus dolores, de su debilidad o de sus enfermedades.
Grandes multitudes venían a él. La gente colocaba los enfermos a sus pies, y él
los curaba. Enseñaba sobre el amor en forma sencilla y directa. Ejercía su
ministerio entre las mujeres y las contaba entre sus amigos más cercanos.
Hablaba a la gente acerca de la ESPERANZA en algo más grande que ellos. En
parábolas, les enseñaba la buena noticia del reino de Dios. Recibía a los
pecadores y comía con ellos (Lc 15,
2). “El mensaje que Jesús vino a
proclamar es justamente ése – que Dios está cerca y al alcance de la mano, no
lejos e indiferente a nuestras necesidades, sino en medio de nosotros, curándonos
y liberándonos y amándonos.”
Una de las
cosas que siempre recordaré de Jesús es que amaba rezar. Tenía la esperanza de que
lo hubiera aprendido de José y de mí, porque la oración era una importante
parte de nuestra vida familiar diaria.
Le enseñé a siempre proclamar la grandeza del Señor y a gozarse en
Dios (Lc 1, 46-47).
PREDICCIÓN DE LA PASIÓN (Lc 9,
22)
Algunos de
mis amigos comenzaron a decir que Jesús estaba hablando de sufrir mucho y de
ser rechazado por los ancianos, los sacerdotes y los escribas. Incluso decían
que había hablado de que lo matarían. Circulaban rumores de que también había
hablado de resucitar al tercer día. ¿Qué querría decir?
Guardaba
todas estas cosas en mi corazón, meditándolas frecuentemente. Muchas veces
lloraba hasta dormirme, pensando en qué podía pasar, preocupándome por su
seguridad. Hacía mucho que se había ido. Lo extrañaba terriblemente.
LA VISITA DE JESÚS A MARÍA
Entonces, un
día, Jesús vino a verme. Estallé en lágrimas de alivio y alegría cuando lo vi.
Nos abrazamos por un largo rato y lo mantuve cerca de mi corazón. Pero, por la
expresión de su rostro, podía ver que él sabía que su fin estaba cerca. Hablamos de muchas cosas y compartimos muchos
recuerdos. Hablamos de su ministerio entre la gente, de sus muchos seguidores,
de aquellos que lo odiaban. Tenía una expresión de angustia cuando hablamos de
esto.
Podía ver
que estaba decidido a ir a Jerusalén (cf. Lc
9, 51). Nada que yo dijera evitaría que fuera.
Nos
despedimos. Nos abrazamos con fuerza. Había lágrimas en los ojos de ambos. Y
luego él se fue. Me volví y sollocé. ¿Lo volvería a ver? Con mucha dificultad,
oré,
"¡Mi
alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,
mi Salvador!”(Lc 1, 46-47)
LA ÚLTIMA PASCUA (Jn 11,
55-57)
Se acercaba
la Pascua. Siempre era un tiempo especial para nosotros los judíos. Algunos se
preguntaban si Jesús iría a la fiesta. En realidad, me preguntaron si yo lo sabía.
PREPARATIVOS PARA LA PASCUA Y LA ÚLTIMA CENA (Lc 22, 7-20)
Jesús iba a
celebrar la Pascua con sus doce apóstoles y yo, con algunos amigos en
Jerusalén.
Uno de sus
discípulos me comentó más tarde que, mientras estaban a la mesa, Jesús cambió
el pan y el vino en su cuerpo y sangre, y les pidió que hicieran lo mismo en su
memoria. Repetiríamos esta acción cada
primer día de la semana, al reunirnos a adorar como comunidad.
EL LAVATORIO DE LOS PIES DE LOS DISCÍPULOS (Jn 13, 1-20)
Otro
discípulo dijo que mientras estaban cenando, Jesús se levantó, vertió agua en
un recipiente y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a secárselos con
una toalla.¡Qué ejemplo de liderazgo en servicio!
LA AGONÍA EN EL HUERTO (Lc 22,
39-46)
Luego de la
comida pascual, Jesús y sus discípulos fueron al Monte de los Olivos. Me contaron que se podía oír a Jesús rezando
‘Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad,
sino la tuya" (Lc 22, 42). Mi
hijo siempre tuvo como prioridad la voluntad del Padre.
LA TRAICIÓN Y EL ARRESTO DE JESÚS (Lc
22, 47-65)
A la mañana,
escuché que Jesús y sus discípulos estaban en el Huerto de los Olivos, así que
fui allí para verlo por mí misma. Una multitud se acercaba con Judas a la
cabeza.
Judas fue
hacia Jesús y lo besó. ¡Un beso de traición! Uno de sus Doce elegidos entregó a
Jesús a las autoridades, y Jesús fue arrestado.
JESÚS ANTE EL SANEDRÍN, PILATOS Y HERODES (Lc 22, 66-71; 23, 10-17)
Trajeron a
Jesús ante el Sanedrín y ante Pilatos y Herodes, donde lo interrogaron por
largo tiempo. Lo acusaron de engañar a la gente, de oponerse a los impuestos
del César, de sostener que él era el Mesías, un rey e incitando a la gente con
sus enseñanzas. Ni Pilatos ni Herodes encontraron a Jesús culpable de las
acusaciones que se le hacían.
LA SENTENCIA DE MUERTE (Lc 23,
18-25)
A mi
alrededor podía sentir a la gente gritando con enojo "¡Qué muera este hombre!
¡Suéltanos a Barrabás!” (Lc 23, 18).
Barrabás era un agitador y un asesino. ¡Mi hijo no era nada de eso! La gente
gritaba “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” (Lc
23, 21). ¡Era tan ensordecedor que me cubrí los oídos y sollocé! No podía creer que quisieran que lo crucificaran.
¿Qué crimen había cometido para merecer ese destino? Finalmente, Pilatos cedió
ante la turba. Liberó a Barrabás y les entregó a Jesús para que hicieran lo que
quisieran.
Los que
custodiaban a Jesús lo ridiculizaban y golpeaban. Le vendaron los ojos y lo
acosaban. Le pusieron una corona de espinas en su cabeza y se la enterraron
pegándole con palos. La sangre corría por su rostro. Apenas se lo podía
reconocer. Yo sé que hacen estas ejecuciones públicas aquí, pero jamás había
visto algo tan horrible.
Le pusieron
una cruz grande y pesada sobre los hombros, y lo obligaron a llevarla,
burlándose de él y empujándolo entre la multitud. El peso de la cruz hizo que
Jesús se tropezara y cayera muchas veces. Cada vez que caía, los guardias lo
pateaban y lo levantaban de nuevo, y lo empujaban cuesta arriba.
EL CAMINO DE LA CRUZ
“Me las
arreglé para pasar por entre la muchedumbre y caminé al lado de mi hijo. Lo
llamé a través de las voces que gritaban. Él se detuvo. Nuestros ojos se
encontraron, los míos llenos de lágrimas de angustia, los suyos, llenos de pena
y confusión. Me sentí indefensa; entonces, sus ojos les dijeron a los míos: ‘¡Ánimo!Todo
esto tiene un propósito.’ Mientras
avanzaba a los tropiezos, supe que tenía razón. De modo que lo seguí y oré en
silencio.” “Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser
ejecutados” (Lc 23, 32). Sus
madres también miraban con horror. De a rato caminábamos juntas, apoyándonos
mutuamente mientras nos esforzábamos cuesta arriba.
LA CRUCIFIXIÓN (Lc 23, 33-43)
Cuando
llegamos al Gólgota, le quitaron sus ropas bañadas en sangre y lo clavaron en
la cruz que había llevado con tanto esfuerzo. Yo temblaba con violencia cada
vez que un clavo penetraba en sus manos y sus pies. Luego levantaron la cruz, mientras
el peso de su cuerpo desgarraba la carne
en el lugar de los clavos. Ahí colgaba, con los dos criminales que
crucificaron, uno a cada lado.
Pude oír a
Jesús decir con una voz débil y temblorosa, “"Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
Algunos se detenían y miraban, llorando. Otros se burlaban de él, diciendo, “Ha
salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el
Elegido" (Lc 23, 35). Uno de los
criminales se burlaba de él. El otro decía, “Jesús, acuérdate de mí cuando
vengas a establecer tu Reino" (Lc
23, 42). Jesús le respondió: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el
Paraíso" (Lc 23, 43). Deseé
también haber podido morir con él, y estar con él en el Paraíso para
siempre.
LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS (Jn
19, 17-30)
Pilatos hizo
escribir y poner sobre la cruz una inscripción “que decía: “Jesús el Nazareno,
rey de los judíos" (Jn 19,
19) Los soldados tomaron la ropa de Jesús
y la repartieron entre ellos. Echaron a suerte la túnica sin costura. Quería
recoger sus ropas bañadas en sangre y llevármelas, pero no se me lo permitió.
Varias de
las mujeres estaban bajo la cruz. Conmigo estaban mi hermana, María, la esposa
de Cleofás, mi buena amiga María de Magdala, y las madres de los otros dos
criminales. Cuando Jesús me vio a mí y al discípulo a quien amaba, nuestro
amigo, Juan, me dijo con una voz débil y rasposa ‘Mujer, aquí tienes a tu
hijo" (Jn 19, 26). Luego dijo al
discípulo: "Aquí tienes a tu madre" (Jn 19, 27) Juan vino hacia
mí y me rodeó con sus brazos, mientras yo
lloraba sobre su pecho. “Ese amable y maravilloso joven, Juan, ha hecho
un lugar especial en su vida para mí. No me ha abandonado en mi dolor. Estar
con él es una bendición. Pero también me preocupa. Debo buscar el modo de
consolarlo, como él me
consuela a mí.
LA MUERTE DE JESÚS (Lc 23,
44-49)
Era
alrededor del medio día y la oscuridad cubrió la tierra hasta las tres de la
tarde. Con toda su fuerza, gritó: “’ Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu.’ Y diciendo esto, expiró.” (Lc 23, 46)
“Perdí a mi
hijo no por una muerte causada por enfermedad o accidente (suficiente dolor en
sí mismo), sino por una muerte cruel y sangrienta, en una ejecución pública. Yo
también soy víctima de la violencia de su muerte, como las madres de cualquier
víctima de la violencia política puede atestiguar. He sufrido la angustia del
dolor y la pena de la opresión, mientras los soldados invasores crucificaban a
mi hijo. Era precisamente una sufriente madre judía, una más que estaría en la
larga fila de incontables madres judías que se lamentaban por sus hijos judíos
cruelmente asesinados.”
“¡Qué pena
mayor hay para una madre que ver a su hijo morir frente a sus ojos! Yo, que lo
traje a este mundo y lo vi crecer, estaba de pie, inerme, bajo su cruz,
mientras él inclinaba la cabeza y moría. Su angustia terrena concluía, pero la
mía era mayor que nunca.”
EL ENTIERRO DE JESÚS (Lc 23,
50-56)
La
muchedumbre se dispersó, algunos llorando, otros golpeándose el pecho, otros
atónitos por los acontecimientos que acababan de presenciar, otros riendo y
vivando como si estuvieran embriagados por los que habían planeado.
José de
Arimatea, un hombre justo y virtuoso, fue a ver a Pilatos y le pidió el cuerpo
de Jesús. Luego de haber bajado el cuerpo de Jesús de la cruz, colocaron su
cuerpo sin vida en mis brazos. Sollocé mientras su sangre se empapaba mi ropa.
Quería tenerlo cerca de mi corazón una última vez. Ahora sabía. Esto ES lo que
Simeón quiso decir cuando me dijo que una espada atravesaría mi corazón. Apenas
podía rezar, y sin embargo, sabía que debía hacerlo:
"¡Mi
alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,
mi Salvador!”(Lc 1, 46-47)
José envolvió
el cuerpo sin vida de Jesús en una tela de lino y juntos lo colocamos en una
tumba cavada en la roca, en la que nadie había sido sepultado todavía. Arreglé
la mortaja con cuidado. Miré por última vez a mi hijo, y luego salí. José cerró
la tumba. Me quedé en silencio, con mi corazón lleno de dolor.
No pude
dormir en toda la noche. Visiones de lo que había pasado aquel día llenaban mi
mente. Aquel Sabbat fue tan
extrañamente tranquilo. “No sé si alguna vez podré absorber las cosas horribles
que han pasado. Nunca tuve tanta dolor como el que he sufrido en estos días. No
puedo entender lo que ha pasado, rezo con todo mi corazón a Dios, “Que se haga
en mí tu voluntad, misericordioso y bondadoso Dios. ¡Bendíceme con esperanza y
luz y paz mientras trato de vivir para tu gloria y honor!”
Mis amigos,
la pasión y muerte de mi hijo no son el final de la historia. Aquel Sabbat, estaba recordando y esperando
mientras reflexionaba sobre lo que nuestro profeta Oseas había dicho, “Después
de dos días nos hará revivir, al tercer día nos resucitará, y viviremos en su
presencia” (Os 6, 2)
“Solamente
dos días más tarde, aquel vacío fue colmado más allá de lo creíble – ¡él había
resucitado! Había abierto las puertas a una nueva vida. Su amor inmortal no se
detendría ante nada.” A mi corazón dolorido y roto, y al de todo el
mundo, Dios trajo una vida nueva e inesperada. ¡Aleluya! Recé con exaltación,
"¡Mi
alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,
mi Salvador!”(Lc 1, 46-47)
LA APARICIÓN
A MARÍA DE MAGDALA (Jn 20, 11-18)
Mi amiga,
María Magdalena, fue la primera en ver a Jesús cuando fue a la tumba temprano a
la mañana, aquel primer día de la semana. “La piedra estaba retirada y la
tumba, vacía; la vida resucitada no puede ser contenida. ¿Quién puede
comprender semejante paradoja? Pero ¿quién va a una tumba esperando encontrar
vida? La historia ha sido abierta y ahora está llena de la presencia resucitada
de Cristo.”
María de
Magdala corrió a contarles a los discípulos la noticia. A ellos también se les
apareció, y les abrió las mentes para que entendieran las escrituras. ¡Incluso
Tomás finalmente vio y creyó! El Espíritu
se estaba moviendo de un modo maravilloso y violento. Mientras se corría la voz
de que Jesús estaba resucitado, una energía y una excitación se producía por las
noticias en toda Jerusalén y Galilea. ¡Mientras los corazones ardían, los
discípulos se llenaban de fuego empujados por el Espíritu! Nada les impediría proclamar la Buena
Noticia: “Jesús está entre nosotros:
mostrándonos las heridas de su cuerpo resucitado, desayunando con nosotros y haciendo
las paces con aquellos de nosotros que lo abandonamos; invitándonos por nuestro
nombre a que los sigamos como a nuestro Pastor Protector; quedándose con
nosotros en la mesa como el Anfitrión que nos da a nosotros, sus amigos, el
mandamiento del amor; prometiéndonos el regalo del Espíritu, la memoria y el
futuro de la Iglesia, infundiendo en el caos de nuestras vidas su propia paz
que el mundo no puede dar. Luego, después de haber ascendido a su Padre, Jesús
nos envía el viento y el fuego de Pentecostés que nos impulsa al mundo con una
quemante urgencia para proclamar hasta el fin del mundo que Cristo ha
resucitado, verdaderamente ha resucitado.”
Mis amigos,
no teman. ¡Nunca pierdan la esperanza! Desde ahora hasta que Jesús vuelva, el
Espíritu los acompañará. “No son huérfanos. Ya no vagan sin rumbo. Ya
no se preguntan más cuál es realmente su destino. Ya lo saben. Ya lo han visto entre
ustedes. Ahora ya no hay nada más que esperar excepto que se
termine la espera. Es solo cuestión de permitir que el Espíritu los transforme
para que su vida y la vida de Cristo finalmente se fundan en una, realmente se
vuelvan una, unidos ambos aquí y para siempre. Canten ‘Aleluya’ – ‘Alaben al
Señor’ – una y otra vez. Es un tiempo de seguridad ilimitada y de un sentido de
liberación sin límite. Es la esperanza y la fe y la confianza todas unidas en
ti.
Mis
estimadas mujeres benedictinas, sean testigos de ESPERANZA donde quiera que estén.
“Anuncien decididamente la Palabra de Dios” (cf. Hch 4, 31) “"Vayan por
todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.” (Mc 16, 15) ¡Vayan! ¡Cuéntenle
a todo el que encuentren acerca de mi hijo, Jesús, el Cristo, y cuando lo
hagan, acuérdense de mí, Madre de
ustedes, y MUJER DE ESPERANZA!
"¡Mi
alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo
en Dios, mi Salvador!”(Lc 1, 46-47)
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