María:
San Juan, el evangelista
del misterio y de las alturas vertiginosas, sólo nos cuenta de Ti dos cosas:
que estuviste en una boda en el pueblecito de Caná, y al pobre novio le faltó
vino. Y Tú fuiste y le dijiste a tu Hijo: “No tienen vino”. Y aunque tu Hijo
parece que te dio un reniego cariñoso, Tú ni caso. Fuiste a los servidores y
les dijiste: “haced lo que Él os diga”. Te estrenaste como Mediadora e hiciste
que tu Hijo realizara para Ti su primer milagro, sin protestas y como si nada
pudiera ante Ti, omnipotencia suplicante en tu propia sencillez y
espontaneidad. Después Juan el misterioso se olvida de Ti y, al final y como de
pasada, nos dice la segunda cosa: que estabas al pie de la Cruz; no hacía falta
que dijera que estabas asumiendo, con profundo dolor y con infinita coherencia,
tu misión de Corredentora del género humano. Y Juan calla en su evangelio
Mediadora y Corredentora.
Dice la Iglesia que, aunque tiene
razón san Pablo cuando sostiene que el único mediador es Cristo, no es menos
cierto que Tú, Virgen Madre, eres mediadora necesaria entre ese Hijo, primer
mediador, y todos nosotros, y que nuestras oraciones por Ti llegan a Dios y,
luego y también por Ti, propician las gracias que nunca podremos merecer. Hay
quien dice, y lo creo, que Tú aseas nuestras súplicas y las lavas de nuestros
egoísmos inconscientes, de nuestra fealdad caída, de nuestros intereses
impuros... Porque tu mediación, a diferencia de las de los santos, es
necesaria, mientras que la de ellos es sólo útil. Que sobreabundas de poder,
como Madre divina, y por eso y aunque las decisiones de Dios son tremendamente
definitivas y absolutas, no existe testimonio alguno que diga que el propio
Dios dijo no, cuando Tú has dicho otras veces “No tienen vino...”.
También dicen que eres Madre sólo de
Misericordia, mientras que Dios es al mismo tiempo Justo y Misericordioso.
Pero, como Dios es Dios y tan grande, tan Otro, mientras que Tú eres de nuestro
propio y pobre barro, parece como que, en vista de nuestra pequeñez, Dios haya
previsto desde toda la eternidad, y así lo dijera por boca de profetas, el
tomar tu carne para asumir nuestra humanidad, para que con tu proximidad y tu
protección logremos comprender ese gran Amor sin parangón en que Dios consiste
y perder nuestro temor a esa justicia divina, profundizando en la dimensión de
su misericordia... que es infinita. Infinita. Y “controlada por Ti”.
Por eso nuestra confianza, nuestro
sosiego y nuestra paz, se apoyan en la roca firme de tu mediación, con esa
originalidad incluso desusada de lo femenino que sorprende, perturba y consigue
por vías impensables para nuestra pobre mente racional de hombres. Si Dios ha
sabido regalarnos a los hombres con esas dos mujeres, la madre y la esposa, tan
distintas y tan idénticas, y que así nos sostienen y acompañan, ¡qué serás Tú,
Virgen Madre, rozando constantemente con tu mano dulce el manto de tu Hijo para
arrancarle la “salud”, como aquella otra mujer de fe apabullante que, al tocar
su manto en medio de la multitud, le hizo decir “¡Una virtud ha salido de mí!”.
Hay otra idea consoladora que un
sacerdote me inspiró hace poco: eres la Virgen Prudente. Pero aquel hombre
decía que él veía en esa prudencia una dimensión excelsa: que como Virgen Prudente
eras la Virgen Vigilante. En otras palabras, la Virgen Madre que vela de día y
de noche, que vigila, que adivina antes que nadie dónde está el peligro y por
dónde viene, cuál es el enemigo verdadero y sus designios de perdición; la
Virgen Madre cuyos ojos vigilantes semejan esas estrellas que brillan en el
ámbar de cada noche de verano y que llena de paz nuestras almas. Y uno siente
entonces que Tú proteges, apoyas, sostienes, infundes alegría, simplificas los
problemas y dolores. Y que escuchas mi voz cuando cada día te digo cincuenta
veces que no tengo suficiente vino, que se me acaba y que soy como el pobre
novio de Caná...
Corredentora. Tú redimes en unión de
Tu Hijo. Tú velas cada vida, te dueles de cada pecado, sufres con todos
nosotros, estabas al pie de la Cruz y asumiste tu misión entera. Bebiste del
vaso del dolor para alzarte, luego y para siempre, como salud y salvación del
género humano.
Pero Virgen Madre: todo esto ha sido
posible gracias a que Tú –aquella joven judía, prudente y clarividente- dijiste
libremente: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y
dijiste sí a la Encarnación, a .la Redención y a tu misión de Madre del género
humano y Mediadora de toda gracia.
Erreuve
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