LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
Fiesta
 PRIMERA LECTURA
De la carta del apóstol san Pablo a los  Gálatas 2, 19-3, 7.13-14; 6, 14-16
La gloria de la cruz
 Hermanos: Yo, Pablo, para la ley estoy  muerto, porque la ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy  crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y  mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios. Pero si la justificación fuera  efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil.
¡Insensatos gálatas! ¿Quién os ha embrujado?  ¡Y pensar que ante vuestros ojos presentamos la figura de Jesucristo en la cruz!  Contestadme a una sola pregunta: ¿Recibisteis el Espíritu por observar la ley, o  por haber respondido a la fe? ¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu  para terminar con la carne! ¡Tantas magníficas experiencias en vano! Si es que  han sido en vano. Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra  prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace? ¿Porque observáis la ley, o porque  respondéis a la fe? Lo mismo que con Abrahán, que creyó a Dios, y eso le valió  la justificación. Comprended, por tanto, de una vez, que hijos de Abrahán son  los hombres de fe.
Cristo nos rescató de la maldición de la ley,  haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: «Maldito todo el  que cuelga de un árbol». Esto sucedió para que, por medio de Jesucristo, la  bendición de Abrahán alcanzase a los gentiles, y por la fe recibiéramos el  Espíritu prometido.
Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si  no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está  crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues lo que cuenta no es circuncisión o  incircuncisión, sino una criatura nueva. La paz y la misericordia de Dios vengan  sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios.
 SEGUNDA LECTURA
 San Andrés de Creta,  Sermón 10, sobre la exaltación de la santa  cruz (PG  97, 1018-1019.1022-1023)
La cruz es la gloria y exaltación de Cristo
Por la cruz, cuya fiesta celebramos, fueron  expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz  y, junto con el Crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la  tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales; tal y tan grande es la  posesión de la cruz. Quien posee la cruz posee un tesoro. Y al decir un tesoro  quiero significar con esta expresión a aquel que es, de nombre y de hecho, el  más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual y para el cual  culmina nuestra salvación y se nos restituye a nuestro estado de justicia  original.
Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido  crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el  leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen  manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido  rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no  hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el  paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte,  ni despojado el lugar de los muertos.
Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa.  Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos  cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su  obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y  el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte  voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con  él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región  de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el  mundo.
La cruz es llamada también gloria y  exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante de que nos habla el salmo, y la  culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo.  Cristo nos enseña que la cruz es su gloria, cuando dice: Ahora es glorificado  el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él, y pronto lo glorificará. Y  también: Padre, glorifícame con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que  el mundo existiese. Y asimismo dice: «Padre, glorifica tu nombre».  Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo», palabras que se referían a la gloria que había de conseguir en la cruz.
 También nos enseña Cristo que la cruz es su  exaltación, cuando dice:  Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos  hacia mí. Está claro, pues, que la cruz es la gloria y exaltación de Cristo.
 
 EVANGELIO: Jn 3, 13-17
HOMILÍA
 San Agustín de Hipona, Tratado 12 sobre el evangelio de  san Juan (8.10-11 CCL 36, 125.126-127)
Para sanar del pecado, miremos a Cristo crucificado
 Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el  Hijo del hombre,  que está en el cielo. Así pues, Cristo estaba en la tierra y estaba a la vez en  el cielo: aquí estaba con la carne, allí estaba con la divinidad, mejor dicho,  con la divinidad estaba en todas partes. Nacido de madre, no se apartó del  Padre. Sabido es que en Cristo se dan dos nacimientos: uno divino, humano el  otro; uno por el que nos creó y otro por el que nos recreó. Ambos nacimientos  son admirables: aquél sin madre, éste sin padre. Y puesto que había recibido un  cuerpo de Adán —ya que María había recibido un cuerpo de Adán, pues María  desciende de Adán— y este cuerpo él habría de resucitarlo, se refirió a la  realidad terrena cuando dijo: Destruid este templo y en tres días lo  levantaré. Pero se refirió a la realidad ' celeste, al decir: El que no  nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. ¡Animo,  hermanos! Dios ha querido ser Hijo del hombre y ha querido que los hombres sean  hijos de Dios. El bajó por nosotros; subamos nosotros por él.
Efectivamente, bajó y murió, y su  muerte nos libró de la muerte. La muerte lo mató y él mató a la muerte. Y ya lo  sabéis, hermanos: por envidia del diablo entró esta muerte en el mundo. Dios  no hizo la muerte: es la Escritura la que habla; ni se recrea  —insiste— en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que  subsistiera. Pero, ¿qué es lo que dice poco después? Por envidia del  diablo entró la muerte en el mundo. El hombre no se hubiera acercado,  coaccionado, a la muerte con que el  diablo le brindaba: el diablo no tiene efectivamente poder  coactivo, pero sí astucia persuasiva. Sí no hubieses consentido, nada te hubiera  hecho el diablo: tu consentimiento, oh hombre, te condujo a la muerte. De un  mortal nacimos mortales: de inmortales nos hicimos mortales. Todos los hombres  nacidos de Adán son mortales: y Jesús, Hijo de Dios, Verbo de Dios, por quien  todo fue hecho, Unigénito igual al Padre, se hizo mortal: pues  la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros.
 Asumió, pues, la muerte y la suspendió en la cruz,  librando así a los mortales de esa misma muerte. Lo que en figura sucedió a los  antiguos, lo recuerda el Señor:  Lo mismo que Moisés  —dice— elevó la serpiente en el desierto, así  tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga  vida eterna. Gran misterio éste, ya conocido por quienes han leído la  Escritura. Oiganlo también los que no la han leído y los que, habiéndola leído o  escuchado, la han olvidado. Estaba siendo diezmado el pueblo de Israel en el  desierto a causa de las mordeduras de las serpientes, y la muerte hacía  verdaderos estragos: era castigo de Dios, que corrige y flagela para instruir.  Con aquel misterioso signo se prefiguraba lo que iba a suceder en el futuro. Lo  afirma el mismo Señor en este pasaje, a fin de que nadie pueda interpretarlo de  modo diverso al que nos indica la misma Verdad, refiriéndolo a sí mismo en  persona. En efecto, el Señor ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de  bronce, la colocara en un estandarte en medio del desierto, y advirtiera al  pueblo de Israel que si alguno era mordido por una serpiente, mirara a la  serpiente alzada en el madero.
¿Qué representa la serpiente  levantada en alto? La muerte del Señor en la cruz. Por la efigie de una  serpiente era representada la muerte, precisamente porque de la serpiente  provenía la muerte. La mordedura de la serpiente es mortal; la muerte del Señor  es vital. ¿No es Cristo la vida? Y, sin embargo, Cristo murió. Pero en la muerte  de Cristo encontró la muerte su muerte. Si, muriendo, la Vida mató la muerte, la  plenitud de la vida se tragó la muerte; la muerte fue absorbida en el cuerpo de Cristo. Lo mismo  diremos nosotros en la resurrección, cuando cantemos ya triunfalmente:  ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte,  tu aguijón?
Mientras tanto, hermanos, miremos a Cristo crucificado  para sanar de nuestro pecado.
          
Fotos amablemente cedidas por Manolo Guallart.