ALGUNAS EMOCIONES DE SAN PABLO
En el mes de junio conmemoramos a los dos grandes pilares de la Iglesia: S. Pedro y S. Pablo. Lo que ocurre con san Pablo no se repite en ningún otro apóstol. De él conocemos los trabajos de su ministerio apostólico con detalle y pormenores: sus relaciones con toda clase de gente, las situaciones vividas en circunstancias tan diversas unas de otras, conocemos discursos y conversiones que hizo, sabemos de amigos y enemigos, de sus múltiples cartas y de sus 15.000 kilómetros recorridos.
De todos esos viajes, el de su ida a Roma debió ser el más emotivo. Estaba en un apuro legal y apeló al Cesar. Lo embarcaron, pues, con un grupo de detenidos al cargo de un centurión llamado Julio, y esos serían sus compañeros de tan largo viaje. Tuvo, sin embargo el consuelo de ir también acompañado de Lucas y un creyente de Salónica llamado Aristarco. (Hch.27,2). En Sidón permitieron a Pablo descender de la nave para saludar a unos conocidos. En Licia trasbordaron a otro barco con carga de trigo para Italia, y a partir de entonces vinieron las dificultades a causa del viento por lo que tuvieron que refugiarse en Buenos Puertos (Kaloi Limenes). A causa del retraso acumulado y a pesar de las advertencias de Pablo sobre el peligro que iban a correr (Hch 27,10), se decidió echarse a la mar. El viento los llevó a mar abierto y fue tal la tempestad, que tuvieron que arrojar hasta los mismos aparejos de la nave, quedando a la deriva. Estuvieron días sin ver el sol ni las estrellas, y sin comida. Embarrancaron por fin una noche en un bajío, y cuando se hizo de día, supieron que estaban frente a Malta. La nave quedó destrozada, pero se salvaron todos: las 276 personas.
A la espera de otra nave, Pablo hizo muchas curaciones en la isla. Embarcaron por fin, y pudieron llegar a la península italiana, a la bahía de Ñapóles en la actual Puzzuoli. El resto del trayecto hasta Roma, se hizo a pie, viajando desde Capua por la Via Apia. Los hermanos de Roma salieron al encuentro a más de 50 Kms., y el estado de ánimo de Pablo lo describe el libro de los Hechos diciendo que su ánimo se alentó enormemente, tanto que dio gracias a Dios por ello (Hch.28,14).
En Roma se le permitió vivir aparte, aunque bajo la custodia de un soldado, en una casa alquilada, y enseñaba con toda libertad. Su prolongada estancia allí duró desde el año 59 hasta el 63 cuando fue puesto en libertad. En qué empleó su tiempo desde entonces es objeto de conjeturas. Pero Roma pertenecía ya a su destino. Efectivamente, el 18 de julio del 64 ardió Roma. El pueblo culpó a Nerón y éste echó la culpa a los cristianos, y para que pareciera real, ordenó una persecución extensiva a las provincias. Pablo fue detenido en Troade, y la detención fue tan rápida y tan directa que no pudo recoger los libros ni el abrigo que tenía en casa de Carpió (2 Tim.4. 13). Los entendidos atribuyen la denuncia al herrero Alejandro contra el que el apóstol ya había advertido. Pablo sufrió por esta decepción y quizás más porque todos lo abandonaron (2Tim. 4.14-16).
En Roma estuvo recluido en la cárcel Mamertina, también conocida por S. Pedro. El día del martirio debió abandonar la prisión sujeto a un guardia con una cadena, y salió con otros guardias por la puerta que conducía a la Vía Ostiense. Llegados a la zona pantanosa de Acquas Salvias fue flagelado, sin que le valiera ya la excusa de ser ciudadano romano. Finalmente fue sujetado a una columna rematada de forma que el condenado pudiera apoyar la cabeza. El verdugo, a la voz del lictor, descargó el hacha sobre el cuello de Pablo. Y allí mismo, de su cuerpo roto, brotó su figura imprescindible para la Iglesia. (Cf. C. Vidal: Pablo, el judío de Tarso)
Ángel Aguirre. Consiliario
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