EL DIALOGO
ENTRE LA RAZON Y LA RELIGION
Introducción
“Recuperar el
sujeto” constituye una periódica aspiración del pensamiento cuando la
ideologización de las actitudes, la tormenta de la masificación social, la
despersonalización del individuo, invaden el espacio público. Entonces es
necesaria una mirada a la antropología para recuperar fundamentos olvidados.
Lo que
cohesiona el mundo
La cuestión de qué
es el bien, especialmente en el contexto presente, y de por qué hay que
realizarlo incluso en perjuicio propio, es una pregunta fundamental todavía sin
respuesta. Podríamos acudir a la ciencia, intento una y otra vez reivindicado
sin éxito ya que la ciencia no puede generar un “ethos”, es decir, una conciencia ética renovada, objetivo que no
puede ser producto del debate científico. El científico hace ciencia desde una
conciencia ya formada anteriormente. Bien es verdad que la transformación
radical de la imagen del mundo y del hombre que han surgido del incremento de
los conocimientos científicos, ha tenido parte esencial en dar al traste con
las antiguas certezas morales. Detengámonos en algunos conceptos.
Poder y
derecho
Es tarea concreta de
la política poner el poder bajo el escudo del derecho. No debe tener vigencia
el derecho del más fuerte, sino más bien la fuerza del derecho. De ahí que sea
importante para cada sociedad que el derecho y su ordenamiento estén por encima
de toda sospecha porque sólo así se puede vivir la libertad como libertad
compartida.
La misión de colocar
el poder bajo el escudo del derecho nos plantea la siguiente cuestión: ¿cómo
nace el derecho y cómo debe elaborarse para que sea vehículo de justicia y no
el privilegio de establecer lo que es justo por parte de los que tienen el
poder? La práctica entre nosotros es el consenso democrático. Pero hay otra
cuestión a tener en cuenta: ¿hay algo que precede a las legítimas decisiones
democráticas?
La época moderna ha
dado una formulación estable a esos pre-supuestos normativos en las distintas
declaraciones de los derechos del hombre, sustrayéndolos al juego de las
mayorías. Hay valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre.
Presupuestos
del derecho: derecho-naturaleza-razón
El descubrimiento de
los pueblos aborígenes de América sentó las bases de una nueva reflexión sobre
el contenido y los orígenes del derecho. El encuentro con pueblos ajenos al
entramado de la fe cristiana y el derecho occidental hasta ese momento vigente,
desde Grecia y Roma, trasteó los sistemas jurídicos europeos. En el terreno jurídico
no había nada en común con aquellos pueblos. Pero eso no significaba que
carecieran de leyes. Constituyó el gran desarrollo de Francisco de Vitoria con
el ius gentium, el “derecho de los
pueblos”. Existía un derecho por encima de todos los sistemas jurídicos que
unía a todos los hombres por el hecho de ser hombres. Estamos en el derecho
natural basado en la razón humana.
Sólo una breve
referencia a Hobbes y Locke cuyo pensamiento está en el origen de los derechos
humanos precisamente a partir de las Crónicas
de Indias. Hobbes dijo que en el estado de naturaleza el hombre tenía un
primer derecho, el de defensa de su propia vida, que la razón convertía en ley
y, por tanto, en deber, el de proteger la vida de las asechanzas de los demás.
Para Locke esto significaba tanto como aceptar que la primera ley natural es el
“derecho a la vida”. De este derecho deriva otro, el “derecho a la salud, es
decir, a la integridad física. Lo mismo cabe decir de las “posesiones”, ya que
lo que uno ha adquirido con su trabajo es, de algún modo, prolongación de su
propio cuerpo. Y, en fin, todos los seres humanos tienen también derecho
natural a conservar su propia “libertad”, ya que ella es la base de la propia
autonomía.
Estado y
religión
Estas sucintas
reflexiones sobre el derecho y la autonomía del ser humano nos han llevado a
reflexionar sobre un problema actual que afecta a la autonomía secular y a la
autonomía religiosa. Las noticias en prensa y en círculos de tertulia sobre el
crucifijo cristiano, el burka musulmán, los oratorios en los centros
universitarios, la erección de mezquitas,
la presencia de las tradiciones religiosas en el espacio público, el
coque entre la cosmovisión secular y laica con las cosmovisiones religiosas,
son abundantes y conflictivas. Así pues, antes de descalificarnos mutuamente
pongamos en acto la razón.
Hay que aclarar si la superación de la religión, tan pretendida en la
actualidad, significa supresión de las representaciones religiosas a
través de la secularización de la religión en la sociedad moderna, o bien apropiación
filosófica de contenidos religiosos.
La secularización en la nueva sociedad tiene que superar el error de
creer que entre la religión y la actitud secular existe una incompatibilidad
que se escenifica en un "juego eliminatorio". Hay que recuperar un sentido
común en la vida diaria, cuyo papel civilizador implica no sólo tolerancia con
las comunidades religiosas, sino auténtico respeto por los contenidos
religiosos, de cuyos contenidos normativos nos alimentamos. Este sentido común
puede contribuir a tener sensibilidad para los lenguajes religiosos, a
escucharlos y aprender de ellos, a fomentar el mutuo entendimiento y fortalecer
los vínculos sociales, incluso cooperando como ciudadanos a la traducción de
los contenidos religiosos a un lenguaje común.
Para lograr ese sentido común hay que poner en marcha por parte de los
ciudadanos una disposición a la autorreflexión sobre los límites de la fe y del
saber secular como ingrediente del "ethos” de la ciudadanía liberal
en una sociedad postsecular. Este supuesto del reconocimiento recíproco entre
los ciudadanos de diferentes creencias y convicciones, que se ha de manifestar
en su disposición a escucharse y aprender unos de otros, forma parte de una
"virtud política" que conlleva nuevas actitudes cognitivas, que son
moralmente exigibles y que han de ser el resultado de auténticos procesos de
aprendizaje. En realidad, han de formarse nuevas condiciones cognitivas, que
constituyen "obligaciones epistémicas" para los ciudadanos religiosos y no religiosos, y que se siguen
de la exigencia de respetarse mutuamente. Por tanto, la nueva configuración de
una sociedad postsecular y sus correspondientes exigencias ciudadanas
presuponen la superación tanto del dogmatismo religioso como del secularismo
laicista, lo cual implica, al menos, tres importantes correcciones del proceso
de secularización:
1) el reconocimiento de que las religiones pertenecen a la historia de
la razón;
2) la necesidad de una modificación de los hábitos mentales de los
ciudadanos para que se entienda la secularización como un proceso de
aprendizaje tanto por parte de los ciudadanos religiosos como de laicos o
seculares; y
3) la legitimación de los contenidos religiosos en el uso público de
la razón.
Razón y religión
Comencemos por la primera de las correcciones que requiere el proceso
de la secularización moderna, es decir, la que se refiere a la historia de la
razón. Las grandes religiones pertenecen
a la historia de la razón misma. No es "racional" dejar de lado esas
tradiciones "fuertes", antes bien lo más conveniente es ilustrar la
conexión interna que las vincula a las formas modernas de pensamiento. En este
sentido, hay que decir que las tradiciones religiosas han contribuido de
diversas maneras a mejorar algunas deficiencias de la modernización cultural y
social. Y podemos plantearnos si un ordenamiento constitucional positivizado
precisa de la religión (o de algún otro "poder sustentador") como
respaldo cognitivo de sus fundamentos de validez.
Ahora bien, en esta fundamentación y legitimación del ordenamiento
constitucional del estado liberal subsiste una duda en lo que atañe al aspecto
motivacional. Si los ciudadanos han de ejercer sus derechos, no sólo en función
de su propio interés, sino en pro del bien común, se está exigiendo un plus: un
componente mayor de motivación, que no es posible imponer por vía legal. No
bastan, pues, ni el nivel cognitivo ni el coercitivo-legal; hace falta un
aspecto motivacional que se genera en los entresijos de la sociedad civil. Por
tanto, la posible virtud política y el estatuto de la ciudadanía se nutren de
fuentes "prepolíticas", es decir, que los motivos de la ciudadanía se
alimentan de proyectos de vida y de formas culturales de vida. Esto postula la
necesidad de un vínculo unificador, como un equivalente del poder unificador de
la religión, aun cuando parecía que sólo fuera efectivo en un nivel
motivacional.
Pero, en este nuevo contexto social de pervivencia de las religiones
en un entorno cada vez más secularizado, se da un paso más al proponer que la
filosofía tome en serio este asunto y lo aborde como un desafío cognitivo,
ante el que la filosofía -mediante autorreflexión- tiene que descubrir sus
propios orígenes religiosos. En los textos sagrados y en las tradiciones
religiosas se conservan intuiciones, posibilidades de expresión y
sensibilidades, que permiten hablar de las más diversas experiencias de la vida
humana. De ahí que la compenetración histórica entre el cristianismo y la
filosofía griega haya dado lugar a una apropiación de contenidos genuinamente
cristianos por parte de la filosofía. Un ejemplo muy significativo es la
traducción de que el ser humano es imagen de Dios en la idea de la igual
dignidad de todos los seres humanos -dignidad que ha de ser respetada
incondicionalmente. Esta traducción expande el contenido de conceptos bíblicos
más allá de los límites de una comunidad religiosa al público general. Esta
posible apropiación de los contenidos religiosos a través de una traducción
constituye una experiencia por la que es posible liberar secularizadoramente
potenciales de significación encapsulados en la religión. De hecho, la
filosofía se ha apropiado de muchos motivos y conceptos religiosos, procedentes
de las tradiciones monoteístas, por ejemplo, el entrelazamiento de conceptos
griegos y judeocristianos. Pero no sólo fue así en la "helenización del
cristianismo", sino que la filosofía ha seguido recibiendo de las
tradiciones religiosas estímulos innovadores, por ejemplo, en Kant, Hegel, Kierkegaard,
etc., y hasta el pensamiento postmetafísico está dispuesto a aprender de la
religión, absteniéndose de la arrogancia racionalista, que pretende decidir qué
es lo razonable y lo irrazonable en las doctrinas religiosas, y llegando hasta
los límites abismales de la experiencia religiosa.
Comprensión de la
secularización y la religión
Así pues, a la vista de las deficiencias en el orden del sentido vital
que muestra el desarrollo de la modernidad, al estado constitucional le debe
interesar tratar con cuidado todas las fuentes culturales de las que se nutre
la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos, si se quiere
avanzar en la configuración de una sociedad postsecular. Pues ésta no implica
sólo la pervivencia de las comunidades religiosas y el respeto hacia ellas por
su contribución funcional a la reproducción de las motivaciones y actitudes
favorables a la cooperación social, sino que en la sociedad postsecular se abre
paso una nueva concepción de la modernización de la conciencia pública, según
la cual se requiere una modificación reflexiva tanto de las mentalidades religiosas
como de las mundanas (seculares o laicas).
Desde ambas posiciones (segunda concepción) se ha de entender la
secularización de la sociedad como un "proceso de aprendizaje complementario",
en el que ambas han de tomarse en serio recíprocamente también por motivos
cognitivos y han de estar dispuestas a ofrecer sus contribuciones en la esfera
pública en los asuntos controvertidos. Para lo cual, la conciencia religiosa
tiene que llevar a cabo procesos de adaptación superando las actitudes
dogmáticas, por ejemplo, abandonar la pretensión de tener el monopolio
interpretativo del bien y del mal a partir de una imagen del mundo. Pero
también la conciencia secular tiene que pagar un costo por el disfrute de la
libertad religiosa: tiene que poner límites a su forma de entender la
ilustración. De tal manera que la persistente dis-cordancia entre fe y saber
sólo merece el nombre de "racional", si a las convicciones religiosas
también se les concede desde el saber secular un estatus epistémico que no sea
irracional. Por eso, tampoco es aceptable el uso dogmático del naturalismo
cientificista. Las imágenes del mundo naturalistas, que resultan relevantes
para la autocomprensión ética de los ciudadanos, no gozan en ningún caso en la
esfera pública política de una preferencia prima facie ante las
cosmovisiones o las concepciones religiosas en competencia. La neutralidad del
poder estatal en lo que respecta a las cosmovisiones, neutralidad que garantiza
iguales libertades éticas a todos los ciudadanos, no es compatible con la
generalización política de una visión del mundo secularista. En principio, los ciudadanos secularizados, en
tanto que ciudadanos, no deben negarles a las imágenes del mundo religiosas un
potencial de verdad, ni deben cuestionarles a los conciudadanos creyentes el
derecho a hacer aportaciones en el lenguaje religioso a las discusiones
públicas. Hemos de entender la secularización cultural y social como un doble
proceso de aprendizaje que obliga tanto a las tradiciones de la Ilustración
como a las religiosas a reflexionar sobre sus respectivos límites. Esto implica una disposición cooperativa de
todos los ciudadanos, también de los seculares, que han de estar dispuestos a
aprender de los religiosos en los debates públicos. He aquí la importancia de
la genealogía de la razón y de los procesos de ilustración (tanto de la fe
religiosa como de la conciencia secular), a fin de posibilitar un nuevo modo de
entender el uso público de la razón.
Religiones en el uso público de la razón
Habría que abogar (tercera concepción) en favor de una visión más
amplia de la cultura política pública, según la cual las doctrinas
comprehensivas razonables, sean religiosas o no religiosas, pueden introducirse
en la discusión política pública. Destacar, asimismo, las profundas raíces
religiosas que existen en las motivaciones de la mayoría de los movimientos
sociales y socialistas tanto en Estados Unidos como en Europa. Y es innegable
la contribución de las iglesias y las comunidades religiosas en el marco de los
estados constitucionales para el desarrollo de la cultura política liberal. El
Estado debe proteger por igual a todas las formas de vida religiosas y tiene
que eximir a los ciudadanos religiosos de la excesiva exigencia de efectuar en
la propia esfera público-política una estricta separación entre las razones
seculares y las religiosas, sobre todo si se percibe como una agresión
personal. El Estado no tiene que transformar la obligada separación institucional
entre la política y la religión en una indebida carga mental para los
ciudadanos religiosos. Además, ¿no debería entonces extenderse dicha exigencia
a todos los ciudadanos con sus respectivas doctrinas comprehensivas o
cosmovisiones?
Los ciudadanos seculares podrían aprender de las contribuciones
religiosas, ya que las tradiciones religiosas están provistas de una fuerza
especial para articular intuiciones morales en atención a una mejor
convivencia. Un potencial que podría traducirse a un lenguaje universalmente
accesible. Plantear la posibilidad de entender esta traducción de los
contenidos religiosos como una tarea cooperativa en la que toman también parte
los ciudadanos no religiosos. En la medida en que los ciudadanos seculares
estén convencidos de que las tradiciones religiosas y las comunidades de
religión son, en cierto modo, una reliquia arcaica de las sociedades
premodernas que continúa perviviendo en el momento presente, sólo podrán
entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la
preservación natural de especies en vías de extinción. Es esta versión
secularista la expresión de un laicismo, que está convencido de la disolución
de las concepciones religiosas y de la extinción de las comunidades religiosas
a través de la progresiva modernización. Sin embargo, desde las premisas normativas
del estado constitucional y de un “êthos” democrático de la ciudadanía,
la admisión de manifestaciones religiosas en la esfera público-política sólo
tiene sentido si a todos los ciudadanos se les puede exigir que no
excluyan el posible contenido cognitivo de esas contribuciones. En la disputa
en el espacio público, en la formación de la opinión y la voluntad, no se puede
cortar el acceso a posibles recursos de fundación de sentido. Por tanto, el
respeto que los ciudadanos laicos deben mostrar a sus conciudadanos creyentes
tiene también dimensión epistémica, es decir, que la ciudadanía religiosa es
capaz de aportar conocimiento a la ciudadanía como tal.
Están, por tanto, fuera de razón tantas disputas de mayor legitimidad
exhibidas por el pensamiento laicista y tanto empeño por exiliar del espacio
público a las cosmovisiones religiosas. Los tiempos de exilios felizmente
pasaron aunque parece que ciertos autollamados ilustrados no se han enterado.
El exilio sólo se lo merecen las patologías tanto las religiosas como las de la
razón.
Bibliografía:
Diego Gracia, Fundamentos de
bioética, Eudema, Madrid, 1989
Adela Cortina, Ética civil y religión, PPC, Madrid 1995
Joseph Ratzinger, Fe, verdad y
tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca,
2005
J. Ratzinger-J. Habermas, Dialéctica
de la secularización. Sobre la razón y la religión, Encuentro, Madrid, 2006
Jürgen Habermas, Entre
naturalismo y religión, Paidós Básica, Barcelona, 2006
Jesús Conill, Racionalización religiosa y ciudadanía
postsecular en perspectiva habermasiana, Diálogo filosófico, Revista de
Investigación e Información filosófica, vol. 63,nº 238, Salamanca 2007
Agustín Domingo
Moratalla, Ciudadanía activa y religión.
Fuentes pre-políticas de la ética democrática, Encuentro, Madrid, 2011.
-------------
Blas Silvestre,
Licenciado en Teología, Máster en Bioética. Valencia .
No hay comentarios:
Publicar un comentario