EL SERVICIO DE LECTOR EN LA MISA
El liturgista italiano Enrico Finotti responde a una
lectora de Aleteia
Un lector escribe: “Quisiera saber si hay
indicaciones precisas dictadas por el magisterio o simplemente por la tradición
que expliquen cómo se debe comportar un lector durante la misa. Las lecturas
del día y los salmos no deben ser leídos, sino anunciados. ¿Podrían hacer un
pequeño elenco de los “errores” más comunes? Por ejemplo, a veces oigo decir
como conclusión de una lectura “Es palabra de Dios” en lugar de “palabra de
Dios”. Y también, hay quien pone mucho énfasis en leer, a menudo cambiando
fuertemente el tono de voz en los diálogos directos…. Hay quien levanta la
mirada a los bancos y quien en cambio nunca alza los ojos y los tiene fijos en
el texto. Gracias”.
El liturgista Enrico Finotti explica: “La Palabra de
Dios en la celebración litúrgica debe ser proclamada con sencillez y
autenticidad. El lector, en resumen, debe ser él mismo y proclamar la Palabra
sin artificios inútiles. De hecho, una regla importante para la dignidad misma de la
liturgia es la de la verdad del signo,
que afecta a todo: los ministros, los símbolos, los gestos, los ornamentos y el
ambiente”.
Dicho esto, prosigue Finotti, “es también necesario
solicitar la formación del lector, que se extiende a tres aspectos
fundamentales”.
1. La formación bíblico-litúrgica
“El lector debe tener al menos un conocimiento mínimo
de la Sagrada Escritura: estructura, composición, número y nombre de los libros
sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento, sus principales géneros literarios
(histórico, poético, profético, sapiencial, etc.). Quien sube al ambón debe
saber lo que va a hacer y qué tipo de texto va a proclamar.
Además, debe tener una suficiente preparación
litúrgica, distinguiendo los ritos y sus partes y sabiendo el significado del
propio papel ministerial en el contexto de la liturgia de la palabra.
Al lector corresponde no sólo la proclamación de las
lecturas bíblicas, sino también la de las intenciones de la oración universal y
otras partes que le son señaladas en los diversos ritos litúrgicos”.
2. La preparación
técnica
El lector debe saber cómo acceder y estar en el ambón,
cómo usar el micrófono, cómo usar el leccionario, cómo pronunciar los diversos
nombres y términos bíblicos, de qué modo proclamar los textos, evitando una
lectura apagada o demasiado enfática.
Debe tener clara conciencia de que ejerce un
ministerio público ante la asamblea litúrgica: su proclamación por tanto debe
ser oída por todos.
El Verbum Domini con el que termina cada lectura no es una constatación
(Esta es la Palabra de Dios), sino una aclamación llena de asombro, que debe
suscitar la respuesta agradecida de toda la asamblea (Deo gratias).
3. La formación espiritual
La Iglesia no encarga a actores externos el anuncio de
la Palabra de Dios, sino que confía este ministerio a sus fieles, en cuanto que
todo servicio a la Iglesia debe proceder de la fe y alimentarla.
El lector, por tanto, debe procurar cuidar la vida
interior de la Gracia y predisponerse con espíritu de oración y mirada de fe.
Esta dimensión edifica al pueblo cristiano, que ve en
el lector un testigo de la Palabra que proclama. Esta, aunque es eficaz por sí
misma, adquiere también, de la santidad de quien la transmite, un esplendor
singular y un misterioso atractivo.
Del cuidado de la propia vida interior del lector,
además que del buen sentido, dependen también la propiedad de sus gestos, de su
mirada, del vestido y del peinado.
El ministerio del lector implica una vida pública
conforme a los mandamientos de Dios y las leyes de la Iglesia.
Leer en misa es un honor, no un derecho
Esta triple preparación, precisa el liturgista,
“debería constituir una iniciación previa a la asunción de los lectores, pero
después debería seguir siendo permanente, para que no se relajen las
costumbres. Esto vale para los ministros de cualquier grado y orden.
Será finalmente muy útil para él mismo y para la
comunidad que todo lector tenga el valor de verificar si siguen estando en él
todas estas cualidades, y si disminuyeran, saber renunciar con honradez.
Realizar este ministerio es ciertamente un “honor” y
en la Iglesia siempre se ha considerado así. Sin embargo, concluye, no se puede
acceder a él a toda cosa, ni debe ser considerado un derecho, sino un servicio
en pro de la asamblea litúrgica, que no puede ser ejercido sin las debidas
habilitaciones, por el honor de Dios, el respeto a Su pueblo y la eficacia
misma de la liturgia.