“LA
PERSONA DE CRISTO EN LAS CARTAS DE LA CAUTIVIDAD”
JESUCRISTO ES SEÑOR
Los
tres puntos fundamentales de los himnos cristológicos de las cartas de la
cautividad son: la condición divina de Cristo, su absoluta supremacía sobre lo
creado y, por último, el plan de salvación que El ha sido encargado por el
Padre de llevar a cabo.
I.
Cristo en Sí considerado.
En
Pablo es indiscutible la condición divina de Cristo, por lo que Este participa
de la majestad, del revestimiento de gloria que le es propio. Teniendo derecho
a los honores de Dios, de que gozaba antes de la Encarnación, tras ésta podría
haber hecho uso de sus prerrogativas y presentarse como un gran Mesías
libertador en toda su espléndida majestad. Sin embargo, fue su deseo renunciar
a ella para aparecer entre nosotros despojado de sus honores durante su período
de vida mortal. Esto le suponía humillarse para asemejarse al hombre, para
ocupar su lugar. Asumió la naturaleza humana, sólo el pecado no era posible que
le accediera. Se convierte en siervo, no en un esclavo en el sentido evidente
de la palabra, sino en el hijo obediente. Llevó su supremo afán salvador más
lejos aún. No sólo se contenta con su vida de hombre entre nosotros sino que en
un acto de humildad y abnegación totales, acepta la más ignominiosa de las
muertes, la de la cruz, en su obediencia al Padre. Esta cruz es la que forma el
centro de la teología paulina y la que marcará por todos los siglos a los
hombres: El reconocimiento de que el Hijo de Dios se hundió hasta nosotros y en
una muerte que nosotros rechazaríamos por ultrajante. Muerte en que nos liberó
del pecado que nunca a El le manchó. (Flp, 6-7 ss; Col 1, 15)
Cristo
es lo que el Antiguo Testamento llama divina sabiduría, en su condición de
Verbo eterno de Dios, es por tanto “espejo de la majestad de Dios” e “imagen de
la bondad de Dios”. La sabiduría divina existe ya cuando la creación del mundo,
y es por su medio por quien todo es creado y así, como vemos en el Evangelio de
Juan, pone su morada entre nosotros. El Verbo de Dios se presenta como la faz,
el rostro visible de Dios, nos da a conocer al Padre y nos lo hace más cercano,
ya que, siguiendo con Juan, quien conoce a Cristo conoce al Padre, y solamente
es así por su medio. (Col 1, 15; Sab 7, 26; Jn 14, 9)
En
Colosenses, Pablo reafirma la naturaleza divina de Cristo, en quien reside la
plenitud de la divinidad, en El y solamente en El, contra la idea de los
elementos del mundo participando de esa divinidad.
Cristo
está por encima de toda la creación, de todo lo mundano. Está lleno de gracia y
de perfección. Aunque hay también que verlo desde la óptica de que el cosmos
sea lleno de Dios, el pléroma de Dios, y así al ser puesto Cristo como cabeza
del cosmos, todo ha sido recapitulado en El; en El está asumido todo lo creado
y de esta forma reside en El la plenitud al estarle incorporado todo el cosmos
o pléroma de Dios. (Col 1, 19; 2, 9)
II.
Respecto del Universo.
Que
Cristo es el primogénito de todo lo creado no debemos entenderlo como que ha
sido el primer ser creado, sino más bien, dado que es pre-existente, anterior a
toda criatura como vemos en el libro de Sabiduría y en Proverbios, donde ésta
es presente ya cuando Dios crea el mundo, hay que entenderlo como que a Cristo
está sometida toda la creación. Cristo asume la dignidad soberana, la
superioridad sobre todo lo creado. (Col 1, 15)
Cristo
es causa de la creación, su principio y su justificación. Cierto que la
creación es obra de Dios y que está sometida a su poder pero Dios crea en
Cristo como móvil y centro armónico. Esto le sitúa como mediador del Padre
creador de las criaturas ya que comparte con Dios la potestad de dar vida, vida
que entrega a quien cree en El como Verbo enviado por Dios. Del mismo modo que
Cristo nos dice que quien a El conoce, conoce al Padre así en la creación y por
su intermedio debemos reconocer la obra del Padre. El fin último de la
creación. Es en Colosenses, Cristo, el Cristo glorioso, resucitado, a quien
como causa final se dirige toda la creación. (Col 1, 16 ss)
Que
en Cristo, por El y para El han sido creadas todas las cosas nos da una idea de
la especial relación que mantiene con lo creado, aunque en ningún momento cabe
incluirle entre las criaturas. Su función, de un lado de mediación y de otro
lado de consistencia, nos otorga una nueva dimensión, un nuevo valor y una
razón de ser.
El
universo entero, redimido por Cristo en un acto de suprema humillación, pero
sobre todo de obediencia a Dios, le es otorgado como dominio. Cristo es
exaltado sobre todo y ante El quedan sometidas las tres dimensiones cósmicas
del universo: cielo, tierra y abismo. (Flp, 10 ss; Ef 1, 20 - 22; 4, 8 - 10)
El
hecho de la humillación de Cristo en la Cruz hace que su exaltación y su gloria
sean aún mayores y así toda la creación sometida a El expresa en tono de
confesión que el señorío de Jesús se realiza “para gloria de Dios Padre”.
Citando
a A. Brunot (Los escritos de San Pablo. EVD): “Teilhard de Chardin insistirá en
la continuidad entre la obra creadora y la obra unificadora del Verbo encarnado, prolongando esta última
armoniosamente la primera, aunque manifiesta la gratuidad del amor de Dios para con nosotros. El
objetivo de la encarnación no es únicamente la redención reparadora de los
desastres del pecado, sino la culminación de la creación, del universo y de la
humanidad. Incluso en el orden de la redención, las potencias cósmicas están
sometidas a aquel que ha reconciliado consigo el universo, lo terrestre y lo
celeste, después de hacer la paz con su sangre derramada en la Cruz”.
Ante
las desviaciones iniciadas en Colosas y Efeso con el culto a las potencias
angélicas, Pablo en estas dos cartas se esfuerza en recalcar que todas ellas,
cualesquiera que estas sean, están sometidas a la supremacía de Cristo que,
glorificado, domina sobre todo lo conocido o desconocido y así pretende el
Apóstol denunciar el error de estos fieles al menoscabar el poder de Cristo
sobre estos ángeles.
También
se extiende universalmente la redención. El plan de salvación, si bien se debe
a la iniciativa del Padre, es realizado en y por Cristo, otorgando el Espíritu
la gracia santificante. En el designio de Dios, la redención recae sobre judíos
y gentiles, porque todos hemos sido predestinados para esta gracia y recibimos
de El “bendiciones espirituales”. Es por Cristo por quien entramos en el plan
salvífico, el mismo que por la sangre de su Cruz ha reconciliado y pacificado
todas la cosas del cielo y de la tierra, y en las del cielo debemos incluir
todo el cosmos, e incluso el mundo angélico.
Los
hombres renovamos nuestra alianza y a ejemplo del Antiguo Testamento, la sangre
de Cristo realiza esta reconciliación. (Col 2, 10)
En
cuanto a estas potencias angélicas, desde el punto de vista de los judíos, como
mediadores de la Ley regían los destinos humanos, pero Cristo en su muerte
redentora anula la Ley a favor de la gracia, así las potestades deben quedar
sometidas a El. (Ef 1, 21)
Otro
punto de vista explicaría que, rota la armonía de la creación, entendida ésta
como una gran familia, aun sin ser acreedores a la redención, los ángeles
renuevan su relación con el resto del cosmos volviendo a la primitiva armonía.
(Ef 1, 5-7; Col 1)
Del
mismo modo que Cristo es primogénito de
la creación sin que esto se refiera a prioridad temporal, así el ser primogénito
de entre los muertos no hemos de entenderlo como que es el primer resucitado
sino como que por El hemos sido creados, también por El renacemos a la nueva
vida, camino que ha sido abierto por El en la Pascua, siendo que en su
Resurrección somos también nosotros sustraídos a la muerte y su Resurrección
incluye por tanto la nuestra. En ella se inicia una tierra nueva, un nuevo
linaje, el de los resucitados en Cristo que, reunidos con El a su cabeza
asistirán en el “día de Cristo” a la culminación de la obra de santificación de
Dios. (Col 1, 18; Ef 2, 10)
Esta
nueva creación nos exige un perfeccionamiento continuo, una perseverancia en
nuestra conversión, en el abandono del hombre viejo en favor del hombre
renovado, regenerado en el bautismo y conservado en la nueva vida en Cristo por
medio de su gracia. (Flp 1, 10)
III.
Respecto de la Iglesia.
La
Iglesia primitiva tuvo que afrontar el problema judeizante consistente en que
algunos doctores pretendían que los colosenses se sometieran a las prácticas judías
tradicionales, a la observancia de sus fiestas. Como el novilunio, a la
abstención de algunos alimentos y así mismo al culto a los ángeles. Pero todo
esto, en Cristo queda superado y la Ley mosaica no constituye sino una
preparación al nuevo orden de cosas que El establecerá. (Col 2, 16 ss; Ef 2,
20; Sal 117, 22)
Sin
embargo, la Iglesia ha sido constituida depositaria de la doctrina y a sus
miembros se les impone más que preceptos, una nueva vida y no afectadas
virtudes. Esta Iglesia es el nuevo edificio
formado tras la reconciliación de judíos y gentiles, que se mantiene
unido en base a Cristo, su piedra angular, la misma que desecharon los
constructores, pero que da cohesión a esta Iglesia de hombres que se ha de
convertir en un nuevo templo para Dios. (Mt 21, 42; I Cor 3, 11; Hch 4, 11)
De
la Iglesia es Cabeza Cristo, idea paulina expresada con anterioridad. La cabeza
como rectora de las acciones del cuerpo, donde todas las facultades y la
perfección se reúnen y que al tiempo es fuente de vida que es comunicada a los
miembros, a los fieles, de forma que queden unidos entre sí y con Cristo y
forman una unidad inseparable. (Col 1, 18; Ef 1, 2 y passim; I Cor 11, 3)
Esta
unidad tiene como fundamento la caridad; por ella, vínculo de perfección, Pablo
propone que, a imagen de Cristo, los fieles se separen de las idolatrías y los
vicios de la carne, de los lastres que les atan a lo terreno y que por el
conocimiento del evangelio rechazan las diferencias entre razas y condición
social, para quedar unidos con la humildad y mansedumbre propias de Cristo que
les supone la cohesión. (Col 3, 11, 19; Ef 4, 5, 10)
La
más importante de las diferencias se produce entre judíos y gentiles que, entre
ellos significaba estar cerca o lejos de Dios. La Ley, la circuncisión, hacían
del judío un ser intolerante hacia los gentiles que de otra parte llegaban al
evangelio sin conocer previamente al Dios único, por tanto sin esperanza como
aquellos en un Mesías, en una salvación. El mismo templo de Jerusalem marcaba
con una balaustrada el lugar de los judíos (cerca de Dios) y de los gentiles
(lejos de Dios). En Cristo, este muro se derriba y por El tenemos acceso libre
al Padre. Su sacrificio es el que supera y anula la Ley, su sangre sello de la
Nueva Alianza, que nos introduce ante Dios sin distinción alguna. (Ef 2, 13 ss;
15 - 18)
La
igualdad de todos y la unidad de la Iglesia no excluye que Cristo distribuya
sus dones y su gracia en la medida que El desea y en bien de la edificación de
la Iglesia.
Esta
edificación está ordenada a la unidad en la fe y en el conocimiento de Cristo.
Los miembros de la Iglesia son, según estos carismas recibidos, diferenciados
entre apóstoles, profetas, pastores, doctores, evangelistas... a quienes les
está encomendada la labor de cuidar de Ella. (Ef 4, 11 ss)
Por
último, la Iglesia sirve a Pablo para ejemplo de los deberes conyugales. La
imagen de la Iglesia como esposa de Cristo, que es su Cabeza, es modelo de cómo
la mujer ha de ser sumisa ante la autoridad del marido, sumisión que no la
anula sino que debe ser signo de fidelidad. El marido a imagen de Cristo debe
amar a su mujer a ejemplo de Cristo que no reparó en llegar hasta la muerte y
por este amor santificarla ante Sí. Esta correspondencia tiene por fin lograr
la unidad entre los esposos como existe entre Cristo y su Iglesia. (Col 3, 18;
Ef 5, 25 ss)
Pablo
encuentra que el matrimonio como lo conocemos por el Génesis es una unión prefigurativa de la de
Cristo con la Iglesia y este misterio ha sido desvelado en el tiempo del evangelio.
Ahora,
es la unión Cristo-Iglesia paradigma del matrimonio cristiano que adquiere una
nueva dignidad.
De
aquí vienen los deberes fundamentales: el amor y la fidelidad mutuos. A lo
largo del evangelio vemos las múltiples ocasiones en que Cristo nos propone
amarnos como signo de que estamos unidos a El y el más grande amor es el de
quien como El es capaz de dar la vida por el amado, el de la renuncia a las
propias prerrogativas a favor de la felicidad del otro. Esta unión constituye
vehículo de gracia y atrae la bendición de Dios.
IV.
Respecto de los cristianos.
A
partir del bautismo, ya incorporados a Cristo, Pablo nos dice que la Ley queda
anulada en su muerte y se borra el pecado y la culpa que pesaba sobre el
hombre. En esa cruz se halla nuestra salvación. Si la Ley prohibía el pecado
también es cierto que no daba armas para combatirlo, pero Cristo toma todos
nuestros delitos y los clava en la cruz anulando con su muerte nuestra
sentencia. Así hemos recibido el perdón y, al contrario que en la Ley, nos
otorga la gracia vivificante, nos infunde vida incluyéndonos en su resurrección
y muertos que estábamos por el pecado ahora participamos de la vida de Jesús
resucitado. (Col 2, 14 - 20 ss; Col 2, 12 ss, Ef 1, 7; 2, 10)
Pablo
nos recuerda en todas sus cartas que en su anuncio del evangelio recibimos la
gracia y la paz que tienen origen en el Padre, que ya fue anunciada en los
profetas y que por medio de Cristo tenemos acceso al Padre. Nos recuerda así el
Apóstol que este es el nexo de unión de los fieles que conforman la Iglesia.
(Col 3, 16; Ef 3, 17)
Cristo
y el mensaje del evangelio han de tener, por medio de la fe, cabida en nuestros
corazones de forma que el cristiano se instruya en la sabiduría y actúe siempre
en el nombre del Señor. La fe nos lleva a una conversión sincera, al
rompimiento con nuestra vida anterior y, fundamentalmente, a su seguimiento.
Cristo es el ejemplo de nuestra vida nueva y todos nosotros estamos obligados a
aplicar los principios morales que devienen de ese ejemplo en cada faceta de
nuestra vida. Para ello Pablo nos muestra todo el abanico de relaciones
familiares, sociales, en que hemos de aplicar el modelo de Cristo. Ante los
padres, los hijos deben la obediencia que el mismo prestó como Hijo y que es
grata al Señor; a los padres aconseja que no sean excesivamente severos en su
misión educadora para no llevar a los hijos a una ruptura. También a los
siervos aconseja obediencia y sencillez como a los amos la justicia, haciendo
que la esclavitud de sus siervos sea más soportable y digna. Pero todas las
virtudes que nos exige en nuestras relaciones tienen por fundamento las que el
mismo Cristo mostró en su vida: el amor, la caridad fueron basamento de toda su
existencia y su doctrina; la humildad y la mansedumbre, así como la obediencia
y la abnegación son expresiones de su amor ejemplar y han de servir de vínculo
a los cristianos. Llevadas a cabo por El hasta el extremo, el Padre le exalta
sobre todo, así nosotros quedamos obligados a la imitación de su vida. (Ef 4, 22
ss; Col 2, 23; 3, 20 ss; 4, 1; Col 3, 1 ss; Flp 12, 5 ss)
Esta
caridad que ha de ordenar la vida del cristiano exige el perdón mutuo, tal como
“el Señor os perdonó” permitiendo así permanecer en la unidad. Con la fe y la
esperanza como base, el cristiano acoge con alegría el anuncio del evangelio. (Col
3, 12 ss; Ef 6, 8)
La
confianza en el Señor, a pesar de las diversas dificultades del apostolado
motiva la alegría de Pablo, quien lejos de obtener un éxito cómodo abandona los
viejos valores para correr en pos de Cristo. Su alegría procede de su encuentro
con el resucitado y de haber aceptado ser testigo suyo y ministro de su
evangelio. Pablo, con ello, quiere que el cristiano tome conciencia de que la
grandeza ha de ser rebajada, que la conversión, la humildad, la aceptación del
acontecimiento de Cristo es motivo de alegría: “Como cristianos estad siempre
alegres”. (Flp 3, 1; 4, 4; Ef 6, 8)
Finalmente,
Pablo no deja de recordarnos la obligación de dar gracias por todo a Dios, y
hacerlo en nombre de su Hijo dado que El es el supremo mediador y, por lo
tanto, dependemos en todo de El, como ocurre con los miembros que con Cristo
forman una unidad y de El reciben la vida. (Col 3, 17; Ef 5, 20)
V.
Respecto de Pablo.
Pablo,
que proviene del judaísmo y se enorgullece de cumplir la Ley con el celo de un
buen israelita, reacciona ante su encuentro con Cristo y su conversión a El
comprendiendo que todos los valores de antaño carecen ahora de fundamento al
lado del conocimiento de Cristo resucitado. Lo que era importante y de lo que
se vanagloriaba lo tiene en nada frente a la fe y al seguimiento de Cristo, y a
la justicia de Dios. Es tal su renuncia y su deseo de seguirle que no rehúye
participar en sus sufrimientos ya que entiende que esto es necesario para participar
con El de la resurrección.
Para
Pablo la vida está en Cristo y así es el motor de todas sus acciones, de su
trabajo de apostolado y por el mismo motivo su muerte la justifica en su afán
de unirse definitivamente a El como término, meta de su existencia. (Flp 3, 4
ss; 3, 7 ss; Flp 1, 20 - 22; Flp 1, 8)
No
importan a Pablo las cadenas puesto que el se siente libre en Cristo, pero aún
más; su cautividad incluso favorece que el evangelio sea anunciado y esto lo
utiliza el Apóstol para hacer hincapié en que la libertad de Cristo proviene de
la superación de los preceptos de la Ley que han quedado atrás. (Flp 2, 19 -
24; Col 1, 29)
Su
esperanza se funda en Cristo, sigue sus pasos haciendo que sus intereses sean
los del Maestro y así su confianza le da la fuerza necesaria para seguir
luchando, a pesar de las tribulaciones, en la obra de Cristo. (Flp 1, 8)
El
amor que Pablo siente por los fieles no es el afecto natural y humano sino más
bien el inspirado en la caridad y la unidad que le atan a Cristo. Por eso ha
tomado el camino del apostolado sin renunciar a la lucha y la fatiga para
instruir a los hombres y anunciarles el evangelio “a fin de presentarlos a
todos perfectos en Cristo”. (Col 4, 3 ss)
Pablo
ha hecho del plan divino de salvación o “misterio de Cristo”, el objeto de su
predicación y entiende que es conveniente que lo haga con libertad y osadía
pero no hace depender su libertad de llevar o no cadenas, sino de la eficacia
con que pregone el evangelio. Su gloria consiste, no en la Ley y sus preceptos,
sino en la confianza y el servicio a Dios por medio de su Hijo. Este le ha
conferido la gracia de revelarle su “misterio” y con ello, de su apostolado
entre los gentiles para que les fuera anunciada la buena noticia de su
participación en la esperanza mesiánica, de su unidad en el cuerpo místico de
Cristo y, por último, de su participación en la salvación anunciada a Israel.
(Flp 3, 3; Ef 3, 7)
VI.
Conclusiones.
Ante
las desviaciones continuadas de la humanidad respecto a Dios, el hombre no
queda abandonado en la tiniebla de su existencia sino que por el contrario el
Hijo, Dios por su esencia, con poder, gloria, primacía sobre todo lo creado,
por amor resta todo mérito a sus prerrogativas y se encarna, convirtiéndose en
un hombre cualquiera, igual en todo a nosotros menos en el pecado. Se hace
totalmente hombre para compartir con nosotros una vida que estará llena de la
más admirable doctrina, la de la caridad, a partir de la cual nos da todo un
ejemplo de vida. Nos muestra el camino al Padre, y este camino no es sino El
mismo. Su vida y su muerte son paradigma para el hombre. Seguir sus pasos
renunciando a honores y a veces al pan cotidiano, anunciando el evangelio son
los fines que Pablo, así mismo, sigue y que a los cristianos les motiva. Su
muerte, por otro lado, que algunos creerían innecesaria con solo imitar su vida
es, sin embargo precisa porque en ella queda abolida la muerte, en ella se hace
desaparecer el pecado y se manifiesta el perdón y la misericordia de Dios, es
la llave para ir al Padre, e incluso esa misma muerte sacrificial, como ofrenda
es la que tendrá el Apóstol que habiendo imitado la vida de Cristo no
renunciará tampoco a ninguno de sus sufrimientos, a su propia cruz.
Mª
del Carmen Feliu Aguilella
Fotos: Mª del Carmen Feliu