ASOCIACION BIBLICA SAN PABLO

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sábado, 30 de julio de 2016

EL LIBRO DE JOB

EL LIBRO DE JOB




El libro de Job, extraordinariamente denso, abarca un prólogo; el cuerpo del libro, integrado por el soliloquio de Job(Job 3), el diálogo de los tres amigos(Job 4-27), la recapitulación de Job (Job 29-31), el monólogo de Elihú (Job 32-37), el diálogo entre Dios y Job(Job 38-42, 1-6), y el epílogo (Job 42, 7-17).

            El prólogo nos presenta a Job, hombre justo, y su prosperidad; oriundo de Hus, bendecido por Dios con numerosa descendencia y muchos ganados. Contiene también dos a modo de charlas de café entre Dios y Satanás, que es autorizado por Dios para herir a Job y que acaba dejándolo, tras la primera, sin hijos, ganados ni bienes; y tras la segunda, sumido en la miseria de una llaga que cubre su cuerpo.

Soliloquio de Job(Job 3).- Job lo acepta todo y no maldice de Dios sino del día en que nació, muy similarmente a Jeremías (Jr 20, 14).

            Concluido el soliloquio, vienen los diálogos de los tres amigos –Elifaz, Bildad y Sofaz-, que acompañan a Job y sostienen con él unos diálogos en los que tratan de defender la doctrina tradicional entonces vigente: que la buena conducta trae bendición en esta tierra; que la mala, atrae el castigo, y que esas consecuencias tiene que palparse en este mundo (porque, en los tiempos de la narración, el más allá para los israelitas se identificaba con el “seol”, un lugar oscuro y subterráneo, ya que todavía carecían de la noción revelada de cielo, infierno y libertad humana bajo la gracia de Dios), y llevan su postura hasta el extremo de sostener que Job es culpable de algún pecado suyo o de sus antepasados. Frente a esta postura, Job rechaza la relación causal entre un pretendido pecado –no cometido- y el dolor sufrido, proclamando su derecho de inocencia ante Dios, asciende desde la desesperanza hasta la esperanza, llegando incluso a desafiar a Dios, proferirá graves palabras y lanzará duras acusaciones, y no pecará. Frente a la postura entonces vigente de que Dios era un ser inabordable y ante el cual había que inclinarse servilmente porque su poder es infinito y aplastante, Job sí se atreve con una audacia desusada a enfrentarse a Dios y a dialogar con Él (con toda seguridad el autor de Job ya debía tener presentes las alianzas del Señor, su misericordia y bondades y sus promesas expuestas y anunciadas por conducto de los profetas). Ese atrevimiento de Job pasa por una concepción nueva de Dios y parte de la idea de que el que tiene la conciencia limpia tiene que ser escuchado por Dios y puede dialogar con Él, por razón de justicia y sin temor.

            Los capítulos 4 a 27 completos abarcan el diálogo con los tres amigos, divididos en tres rondas o turnos: en la primera los amigos sostiene que Job no es inocente ante Dios, que también los ángeles tienen faltas, que la felicidad del malvado es provisional y aparente, etc..; frente a todos estos argumentos, Job rebate y dice que Dios le ha abandonado y lo tritura con el dolor y se queja de la incomprensión de los amigos de los que busca lealtad, comprensión, -no dogmas-, que le ayuden a entender y soportar los sufrimientos –a este respecto son fundamentales los versículos Job 6, 25-30-, manifestándose dispuesto a hablar con Dios, porque no se siente culpable, y llega en los capítulos 12-14 a calificar a los amigos de mentirosos, al mismo tiempo que hace un canto del poder del Dios que dispone de todo y todo lo gobierna. Y en defensa de su inocencia dice estar dispuesto a discutir con Dios con la doble condición de que éste no use su fuerza y hable y deje hablar; insiste en su inocencia y en la persecución divina sobre él. (El v. 25: ¿“Vas a asustar a una hoja que se la lleva el viento, o a perseguir a una paja seca?”). En la segunda ronda intervienen los tres amigos y Job replica a todos ellos (Job 15); ante la acusación de impiedad y rebeldía y del destino de los malvados, Job replica que tiene un defensor en los cielos para que juzgue entre Dios y él, que ese defensor está vivo y que verá a Dios (hemos de interpretarlo como que Job confía en que Dios reconozca su reivindicación y que verá a Dios, una vez reconocida su inocencia). Hemos de abreviar ante la imposibilidad de resumir en un folio. Ante la insistencia de Sofar con el destino del malvado, Job (c. 21) hace una réplica brillante dando constancia de que los malvados viven felices, prosperan, no tienen desgracias, son respetados y alabados, todo ello con una profunda ironía, plasmando una interrogación tremenda: la del sufrimiento de los inocentes que, con incontables variantes, ha llegado hasta nuestros días. La tercera ronda refleja ya la carencia de argumentos de los tres amigos y su insistencia en anteriores razonamientos. Job se decanta por la idea de un encuentro suyo personal con Dios que aclare que su sufrimiento no es consecuencia de pecados y para que Dios proclame su inocencia. El capítulo 24 contiene una descripción pesimista de la humanidad abandonada a su suerte y víctima de la injusticia de los verdaderos malvados que, hoy más que nunca, tiene una profunda actualidad.

            El capítulo 28 contiene un intermedio con el Himno a la sabiduría, digno de leerse; los capítulos 29 a 31 contienen una recapitulación de Job, desde su pasado inicial hasta el momento presente, que concluye con un apasionado alegato de inocencia y contiene un repaso de su propia conducta cuando alude a sus obras de caridad, a su rectitud de conducta y equidad; cuando defiende su castidad, veracidad, justicia e integridad y que concluye (Job 31) en petición a Dios de su salvación.

            Los capítulos 38 a 42 contienen el diálogo entre Dios y Job, en que Dios responde, respetando precisamente las dos condiciones que Job formuló en el Capítulo 13: no utilizar su poder y respetar las reglas del diálogo. Concluye con la respuesta humilde de Job: “Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos.”


            El epílogo (Job 42, 7-17) nos narra cómo Dios aprueba a Job y reprueba a sus amigos. Restituye a Job en los bienes que tenía y trece nuevos hijos, y se dirige airado contra los amigos por haber hablado mal de Él, al contrario de Job; les impone un sacrificio expiatorio y que Job interceda por ellos, ya que éste hablaba bien de Dios por el cauce de su rebeldía, sus protestas y su inconformismo. Quizá, bajo cierta perspectiva, Job era el paladín del Dios profundo, tierno y caritativo, íntimo, neotestamentario y providente, a miríadas de distancia del concepto encasillado de Dios de los tres amigos, fruto de una tradición roqueña.

Por Rafael Villanova

sábado, 23 de julio de 2016

MUJERES DE LA BIBLIA: LA MUJER JUNTO A LA ARTESA

MUJERES DE LA BIBLIA 15: LA MUJER JUNTO A LA ARTESA



“El reino de los cielos es semejante a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que toda la masa quedó fermentada” (Mt 13, 33; Lc 13, 20-21).

        En el cuadro de Burmant se ve una mujer con brazos vigorosos, arremangada, junto a una pulida amasadora. Su hija le trae el pequeño recipiente en que fue conservada un poco de levadura de la última hornada. Con toda seriedad y con sumo cuidado ofrece la niña con ambas manos a la madre el contenido precioso del recipiente, necesario para dar consistencia y fuerza a la masa de harina ya preparada en la artesa. La niña siente respeto ante la fuerza misteriosa de aquel puñado de pasta humilde, seca, que ella misma lleva, fuerza que empezará a obrar después de mezclarse con la masa de harina. Toda empezará a moverse y agitarse como si cobrara vida.

        El pintor no podía reproducir más que el proceso exterior. A nadie se le habría ocurrido ver en esta labor ordinaria de la mujer, labor de todos los días, una imagen tan profunda del “reino de los cielos”, si Jesús no nos hubiese abierto los ojos para verla.

Muchas veces había estado de niño, junto a su Madre cuando ella, en la casa de Nazaret, preparaba la masa para el pan de todos los días, para cocerlo después bajo la ceniza caliente o en el horno. Era a la sazón, como también hoy en día en muchos lugares, una de las tareas de la dueña de la casa.

        Para el Mesías, la labor de la dueña de la casa era una imagen de la propia actividad entre los hombres. La transformación obrada en la masa de la harina por la levadura había de mostrar a los oyentes cómo el Reino de los Cielos había de obrarse una transformación del hombre, transformación de dentro afuera.

No han de faltar las manos de mujer cuando se trata de la fuerza íntima de la religión, de su desarrollo en el corazón de los hombres.

        Jesús da a entender particularmente a las mujeres que es el alma individual donde ha de obrar en primer lugar la fuerza de reforma, que el pensamiento cristiano contiene, para que pueda renovarse el mundo según el espíritu de Cristo. Cada mujer, después de “cristianizar” todo cuanto hay en ella, ha de ser levadura en su circulo, levadura que no descansa “hasta que la masa toda ella queda fermentada”, hasta que las personas, la familia y toda la comunidad, adonde llegare su actividad de mujer, sean conquistadas para Cristo y subyugadas completamente por él.




 Por Francisco Pellicer Valero

sábado, 16 de julio de 2016

MUJERES DE LA BIBLIA: MARIA MAGDALENA

MUJERES DE LA BIBLIA 14: MARIA MAGDALENA



        El cardenal Gomá –en su libro “El evangelio explicado”- cuenta cómo la Iglesia latina y la Liturgia sostienen que la pecadora citada en Lc 7, 36-50, la hermana de Marta y de Lázaro y María Magdalena son una misma y única mujer, basándose entre otros argumentos en la cita de Jn 11, 2: “Era esta María la que ungió al Señor con ungüento y le enjugó los pies con sus cabellos, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo.”  

En Lc 8, 1-3 se alude a las mujeres que acompañaban a Jesús y sus discípulos y les proveían de lo necesario con cargo a su propio peculio. Y dice Lucas de María llamada Magdalena que de ella “… habían salido siete demonios”, y Marcos (Mc 16, 9) también afirma que de ella Jesús “…había sacado siete demonios”.

         De ambos textos se deduce un importante dato: María debía haber tenido un primer encuentro con Jesús en que éste había expulsado de ella siete demonios. Podemos pues suponer que ese encuentro, que nadie nos fija en el tiempo, marcó la conversión de la Magdalena que le llevó luego a amar y servir a Cristo.

         En esa ocasión María se encontró con la verdad absoluta, la bondad infinita, la perfección divina, el amor inagotable de Dios, el perdón avasallador de esa bondad infinita, la curación total, la salida del infierno vital para asomar a una luz inextinguible, el perdón definitivo e inalterable, la paz infinita anticipada, la más dulce invitación a la conversión, las gracias inundantes y sobreabundantes que la llevaron a su santificación en vida, el don inmerecido y sobreabundante de la liberación de los demonios y la alegría asfixiante y casi insoportable de sentirse salvada, redimida, santificada, iluminada pero, sobre todo, perdonada.

         Como consecuencia de ese encuentro con Cristo, María se siente cambiada, purificada, respetada, rescatada, dignificada, retrotraída a la inocencia infantil, amada, comprendida, inspirada, iluminada, avasallada por la cegadora bondad de Dios, segura, a salvo del mal…

         Y su reacción subsiguiente es amar incondicionalmente a Jesús. Se convierte en una adoradora enamorada que vive en ese amor en forma real y tangible porque Cristo está presente en su tiempo real.

         Entonces cobran sentido las actitudes de María en las varias ocasiones que recogen los evangelistas.

         * En casa de Simón el fariseo, es ella como testimonia Juan (Jn 11, 2) la que, llevada de su arrepentimiento hacia quien la ha curado y perdonado “de gracia” o regalo, lo adora, derrama sus lágrimas sobre sus pies, los enjuga con sus cabellos y los unge con ungüento precioso, ante el escándalo de los hipócritas como el propio anfitrión. María, mujer íntegra, necesita tocar y acariciar aquellos pies divinos porque su naturaleza se lo exige y realiza la forma perfecta de la adoración, imposible para el hombre.

         * En otra ocasión (Jn 12, 1-8), comiendo Jesús en casa de Simón el leproso –precisamente en vísperas de Ramos-, María aparece en la estancia y derrama el costoso ungüento de nardo, que trae en frasco de alabastro, en la cabeza de Jesús, invadiendo con su aroma toda la estancia, ante el asombro de los presentes y la indignación de Judas a quien Juan califica de ladrón. Y Mateo (Mt 26, 12-13) nos cuenta la profecía de Jesús sobre María: “Derramando este ungüento sobre mi cuerpo, me ha ungido para mi sepultura. En verdad os digo, donde quiera que sea predicado este evangelio en todo el mundo, se hablará también de lo que ha hecho ésta para memoria suya”. Así lo han hecho los hombres durante veinte siglos, y así lo hacemos nosotros hoy con alegría y gozo. Pero también parece que esta mujer, con su transformación milagrosa, haya intuido el fin de Jesús y haya querido tener con él una sublime expresión de piedad y ternura.

         * Luego, en el Gólgota y al pie de la Cruz, María testimonia su fe que lo supera todo, junto con la Madre de Jesús y algunas otras piadosas mujeres, mientras los discípulos huyen, con la honrosa excepción del evangelista Juan.

         * Cuando al día siguiente acude a la tumba con otras mujeres llevada de su amor apasionado de conversa y lleno de entrega, para ungir el cuerpo de Jesús; y cuando halla la tumba abierta y el sudario plegado quizá por los ángeles que allí están, su alma sufre un sublime desconsuelo que manifiesta a los ángeles que se interesan por ella: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20, 13).

         Mateo describe esta escena diciendo que iban al sepulcro, donde encuentran a los dos ángeles que les anuncian que Jesús los precede a Galilea. Al ir hacia los discípulos para darles el aviso encuentran a Jesús y dice Mateo literalmente que les dijo: “Salve. Ellas, acercándose, asieron sus pies y se postraron ante Él”.

         María ama a Jesús en espíritu y en verdad, y abraza sus pies en señal palpable de su afecto humilde y agradecido; al hacerlo, realiza un acto de adoración porque ella siempre supo que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, que ha venido a este mundo; fue la síntesis de la contemplación y la adoración.

Por Francisco Pellicer Valero




sábado, 9 de julio de 2016

MUJERES DE LA BIBLIA: MARIA MAGDALENA Y SU ENTORNO MARTA

MUJERES DE LA BIBLIA 13: MARIA MAGDALENA Y SU  ENTORNO

MARTA 


       Lo cuenta Lucas, la invitación que le hace a Jesús una mujer llamada Marta, hermana de María y de Lázaro.
        Por otros evangelistas sabemos que la aldea era Betania, que la casa era la de los tres hermanos y que el alma de la casa era Marta que gobernaba el hogar.
        Allí se refugiaba el propio Jesús, aunque no sepamos con qué frecuencia, en el seno del hogar amigo y acogedor.
        María, hechizada por la palabra de Cristo, está sentada a sus pies, completamente absorta. Está bajo el embrujo de esa presencia y palabra, ausente de todo lo demás, y distraída de cualquier otra persona y circunstancia. Cabe suponer que otras personas, incluido Lázaro el anfitrión, están presentes en esa escena.
        Marta que, junto a sus hermanos, acoge al visitante, anda de aquí para allá preparando la comida y la mesa –bases indeclinables de la hospitalidad- y se afana en que todo esté lo mejor posible, desde la cocina hasta el aposento, y suponemos que, mientras vigila los guisos, orienta y ordena a los criados. Además, todo le parece poco porque sabe que su invitado nada menos que es el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo (Jn 11, 27).
        Y también, con absoluta seguridad, añora la presencia y la palabra de Jesús y está con una oreja pendiente de la voz de aquél captando a medias algunas palabras, mientras va y viene, más si se piensa que esa palabra de Jesús no es para las multitudes sino para sus amigos íntimos… O sea, como pequeñas gotas de oro… Marta quizá desea concluir los preparativos para, a su vez, también participar de la palabra eterna, y se duele del encandilamiento y olvido de su hermana.
        Y asistimos a ese diálogo íntimo y lleno de franqueza de Marta y Jesús que culmina con esta frase: “Dile, pues, que me ayude”. Y la respuesta cariñosa de Jesús “Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas... María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada”. La escena concluye con la respuesta de Jesús.
        ¿Qué decir? Marta y María han representado siempre para los exegetas la contraposición entre la vida activa y la vida contemplativa.
        En honor y homenaje de Marta hemos de hacer algunas consideraciones.
        Fr. Justo Pérez de Urbel, en su “Vida de Cristo”, dice que Marta significa señora. Y es cierto que Marta simboliza a cualquier señora de su casa.
        Ningún hogar, ninguna casa y ninguna familia funcionan si no hay en ellos una Marta, una mujer que hace que marido e hijos vayan aseados y dignos; que los hijos conozcan la dulzura imprescindible para su crianza y crecimiento equilibrados; que la casa sea un hogar presentable; que con una energía casi inagotable vigile la colada, la cocina y sus guisos y la salud común, sembrando al mismo tiempo sensibilidad, ternura y alegría donde y cuando son necesarias porque su instinto excepcional, creación de Dios, cuida y dirige esa nave que es el hogar y ese grupo familiar base de la vida y de cualquier civilización.
        Siempre habrá polémica en torno a las personas activas y las contemplativas.
        Aclaremos. Tan importantes son los activos como los contemplativos. Dice San Agustín que Jesús no reprende a Marta; sólo señala diferencia de ministerios.


        El cardenal Gomá, comentando el pasaje, dice que la Iglesia ha dado suma importancia a la vida contemplativa. Pero que cuando debe prevalecer la acción, la misma Iglesia orienta la actividad de sus hijos en ese sentido. Y que…, en días de lucha con el enemigo, han surgido en el campo de la Iglesia pléyades de hombres, de instituciones, que tienen por lema unir la acción a la contemplación. Hacen a la vez la obra de Marta y María. (“El Evangelio explicado”, T. II, p. 112, del Card. Gomá)

Por Francisco Pellicer Valero

sábado, 2 de julio de 2016

MUJERES DE LA BIBLIA: MARIA MAGDALENA Y SU ENTORNO

MUJERES DE LA BIBLIA 12: MARIA MAGDALENA Y SU  ENTORNO
LAZARO, MARTA Y MARIA



El nombre de estos tres hermanos enlaza una tierna historia de amistad y nos lleva a contarla por partes porque no tiene desperdicio. Hoy le toca a Lázaro.

         Lázaro, hermano de Marta y María, era amigo de Jesús. Nada menos que amigo del Señor. No era discípulo. Era creyente –que es lo que importa- y amigo, o sea más que discípulo. El amigo es esa persona única en el mundo, que tampoco es esposa o marido, y que tiene vía directa a nuestro corazón y al mundo de nuestros afectos y nuestros secretos que comparte con lealtad. Es alguien desinteresado, capaz de compartir e intercambiar ideas y pensamientos, aspiraciones y afectos, capaz del don de consejo desinteresado –esa es una de las esencias de la amistad- y siempre disponible.

Es también alguien cuya compañía siempre apetece –unas veces fuera del contexto de la propia familia, y otras dentro de ese contexto-. El amigo o amiga auténtico no puede sustituir al marido o a la esposa, pero comparte un fragmento importante del mundo emocional e intelectual de cualquier ser humano y se goza con nosotros de fiestas, conversaciones, discusiones serenas, lecturas compartidas, opiniones políticas y tendencias de pensamiento. Y su salud nos preocupa como algo propio y hacemos votos por su buena existencia y bienestar.

Estos dos amigos eran Lázaro y Jesús. Jesús nada menos que era Dios, era el Redentor del mundo, el fiador de nuestra eterna salvación, la víctima propiciatoria de nuestra vida celestial.

         ¿Pero quién o qué era Lázaro? Los evangelios nos dan testimonios clarísimos del carácter, del genio o peculiaridades de muchos personajes. Tenemos nociones claras del carácter impetuoso o casi torpe de Pedro, de sus dudas y temores, y de su humildad; de las ambiciones de los “hijos del trueno”; de la altura vertiginosa del pensamiento de Juan, el discípulo amado del Señor, capaz al mismo tiempo de durísimos ataques y calificativos a Judas (“… porque era ladrón”, nos dice de él en su evangelio) y a los fariseos; vemos en Mateo la mente fría y ordenada de contable, en Lucas la ternura humanísima, y el vigor narrativo y restallante de Marcos.

         Pero de Lázaro sólo sabemos que era amigo de Jesús. Nada sabemos de sus prendas personales, simpatía, ingenio o donaire, afabilidad… Fue un auténtico desconocido. Y ese desconocido… ¿qué tendría para alcanzar el alto título de amigo del Señor? Y esto era público y notorio y mereció formar parte de la crónica evangélica. Todos sabían que Lázaro era amigo de Jesús. Y tres de los evangelistas lo destacan y esto ha pasado a ser parte de la historia universal. San Juan nos dice (Jn 11, 5) “Y amaba Jesús a Marta y a María, su hermana, y a Lázaro.” Sin embargo, Lázaro se nos aparece como un mudo. Los evangelistas destacan el amor y la amistad de Cristo y Lázaro, pero ninguno de ellos se molestó en poner en boca de este último ni una palabra… Y otro plano preñado de misterio: el sentimiento humano de Jesús hacia Lázaro debía tener fundamento en factores de conducta y cualidades personales de éste último porque, mientras el respeto a todos es independiente de las cualidades personales, a la amistad se accede por elección de una persona y de todos sus componentes… Y se acompaña del gozo y la fruición de la presencia de esa persona…, tan distintos de la relación de mando con los discípulos… El respeto se acepta pero la amistad se elige libremente. Y ¿de qué hablarían y con qué frecuencia esos dos amigos? ¿Cosechas, ganados, parientes, problemas, del sol y de las lluvias, de la palabra de Dios, de fariseos, saduceos, romanos?... ¡Qué incógnitas tan sugerentes! ¿También se gastarían bromas?

         Y, luego, Juan evangelista va desgranando la bella narración de la muerte y resurrección de Lázaro: el aviso de sus hermanas –Señor, mira que aquel a quien amas está enfermo”-; la muerte del hermano; el retraso providente de Jesús; su llegada y los encuentros con ambas hermanas –“Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto.”-; el momento sublime en que el propio Jesús, cediendo a la ley misteriosa de la amistad “se conmovió hondamente y se turbó”, y el grito final omnipotente: ¡Lázaro, sal fuera!


         Y Lázaro, -una vez más silencioso y discreto- regresó de la tumba envuelto todavía en sus vendajes.
Por Francisco Pellicer Valero